Supererogatorio

Hernán Corral Talciani | Sección: Política, Sociedad, Vida

El destacado profesor de Derecho Civil, rector de la Universidad Diego Portales, y temible polemista –y a quien personalmente aprecio mucho desde nuestros tiempos de estudio en el Campus Oriente de la UC–, Carlos Peña González, ha terciado en el debate del aborto, proponiendo que, dado que el proyecto de ley que se discute en el Congreso no permite el aborto a petición de la mujer, sino sólo en ciertos casos excepcionales: riesgo de vida de la madre, inviabilidad extrauterina de feto o violación, podría llegarse a un cierto consenso característico de la democracia, que permite acordar reglas mínimas necesarias para la convivencia dejando a los individuos la posibilidad de mantener sus propias convicciones morales o religiosas.

Propone abandonar la discusión sobre el comienzo de la vida humana o el estatus jurídico del concebido, y centrar la cuestión en si cabe exigir coactivamente la continuación del embarazo, cuando ello constituiría un acto superogatorio: “Así, –escribe el rector Peña– podría incluso aceptarse –a efectos de la argumentación– que sostener un embarazo a sabiendas que la vida extrauterina será imposible, es un acto bueno. También, a efectos de la argumentación, podría sostenerse que es bueno que una mujer arriesgue su vida en defensa de la del embrión o que decida sostener un embarazo luego de haber sido tratada como una cosa y violentada. Pero no todo lo bueno es debido. Esas decisiones serían actos supererogatorios, conductas que el derecho no puede exigir de manera coactiva. Y por eso, lo razonable es que esa decisión le corresponda a la mujer: es ella quien, puesta frente a una elección trágica, debe decidir si asume o no esa carga supererogatoria, y no es el Estado quien debe decidir por ella”. Lo contrario significaría exigir que las mujeres en estas situaciones extremas se conduzcan como santas o como heroínas.

Esta estrategia argumental es persuasiva pero no novedosa. Los liberales la emplean cada vez que desean que la ley no respalde valores morales que ellos no comparten. Transforman esa conducta en algo loable pero demasiado bueno como para exigírselo jurídicamente al simple ciudadano. Ya Chesterton hizo frente a esta misma estrategia cuando se la aplicaba para sostener la necesidad de una ley de divorcio en Inglaterra: el matrimonio para toda la vida sería, desde luego, lo ideal pero tal ideal no podría imponerse a cualquier ciudadano común y corriente: “un hombre –acota irónicamente Chesterton– podría pasar por una especie de santo por el simple hecho de ser casado. Podrían concederse medallas a la monogamia, con derecho a poner las consiguientes iniciales tras el apellido: V.C.E. significaría ‘vive con su esposa’ o también, A.S.D., ‘aun sin divorciar’. No sería extraño, al entrar en una ciudad desconocida, enfrentarnos con un monumento ‘a la esposa que jamás se escapó con un militar’ o un santuario dedicado ‘a la memoria del hombre que se resistió a la tentación de fugarse con la niñera de sus hijos’” (La superstición del divorcio, trad. E. Toda, Libreros y editores asociados, Buenos Aires, 1987, pp. 145-146).

Tiene razón Carlos Peña cuando afirma que la distinción entre lo debido en estricta justicia y el mayor bien que una persona puede estar dispuesto a hacer a pesar de que no sea debido, es originario de la doctrina cristiana. Tomás de Aquino hace un estudio entre lo que él llama preceptos (mandatos vinculantes) y consejos evangélicos que Dios pide a algunos para alcanzar una santidad específica. Esta teoría sería después discutida por la teología protestante por la cuestión de las buenas obras y los méritos del hombre en su salvación. La teorización, sin embargo, sobre la moralidad de los actos superogatorios proviene de un escrito relativamente reciente de J. O. Urmson, en cuyo título parece haberse inspirado Peña para ilustrar su columna sobre el aborto: “Saints and Heroes” (en A. I. Melden, Essays in Moral Philosophy, University of Washington Press, 1958).

La palabra supererogatorio (en inglés supererogatory), proviene del latín y significa literalmente dar por encima de lo debido (super= por encima; erogare= repartir bienes o caudales). De allí que el problema mayor que enfrenta la filosofía moral con estos actos que sobrepasan la línea de lo exigible es de si ellos están también regidos por las reglas y valores de la ética o si deben quedar fuera de ella, justamente porque van más allá de la conducta buena que sería la única moralmente debida. Como se ve, se trata siempre de un excederse respecto de algo que ya es bueno; se diría que se trata de la aspiración de hacer más bien del debido. Esta visión del problema no sería aplicable al tema del aborto, ya que aquí no se parte de una conducta buena a la que cual no se exige una conducta aún más perfecta, sino derechamente de permitir una conducta, en principio, moralmente mala: matar a otro.

Lo que sucede es que para ciertos autores de filosofía jurídica y política lo supererogatorio ha sido entendido con una función de excusa o disculpa en razón de las debilidades morales o la situación de riesgo de determinadas personas. En este sentido, John Rawls escribió en su famosa obra sobre la Teoría de la Justicia que “los actos supererogatorios no son exigibles, aunque normalmente lo serían sino fuera por el costo o riesgo envueltos para el mismo agente. Una persona que hace un acto supererogatorio no invoca más que la excepción que es permitida por los deberes naturales” (J. Rawls 1971, p. 117).

Tratándose de una conducta sujeta a sanción penal, lo supererogatorio como excusa o excepción es recogida por la dogmática como causales de exculpación, es decir, circunstancias subjetivas o del hecho en sí, que inducen a concluir que, si bien en principio la persona ha cometido un acto objetivamente ilícito y punible, no debe ser castigada penalmente porque en ese concreto caso no le era exigible orientar sus actos conforme a las normas jurídicas. Así, por ejemplo, si un niño de diez años hiere a otro, se dirá que por ser inimputable, aunque haya cometido un acto típico y antijurídico, no puede ser castigado penalmente por falta de culpabilidad. Lo mismo sucede con otras circunstancias como la fuerza moral irresistible, el miedo insuperable, el estado de necesidad exculpante, etc.

En Alemania en los comienzos de la legalización del aborto bajo ciertas indicaciones, parecidas a las del proyecto chileno, se abogó justamente en este mismo sentido, a saber, que el concebido en gestación tenía derecho a la vida, de modo que era ilícito atentar contra su vida, pero que si en circunstancias tan extremas una mujer consiente en el aborto debiera ser exculpada por no serle exigible otra conducta, es decir, para ella en ese estado excepcionalmente aflictivo proteger a su hijo manteniendo el embarazo sería un acto supererogatorio que podría invocarse como excusa.

Si así fuera, según esta doctrina, que parece ser la seguida por Carlos Peña, cuando más deberíamos concluir que las causales de aborto que se propician sólo actuarían como circunstancias exculpantes, ya que excluirían la culpabilidad, pero conservando la ilicitud de la conducta.

Pero parece claro que el proyecto de ley no establece una mera “despenalización” del aborto en ese sentido propio de mantener la ilicitud pero dejar sin pena a la mujer que actúa de una manera que no le es exigible en esa especial circunstancia. Como hemos visto en este mismo blog, el proyecto de ley se propone mucho más que una mera exculpación, pretende que el hecho de causar voluntaria y deliberadamente la muerte del concebido no sea considerado ilícito o contrario al ordenamiento jurídico, es decir, su propósito es “legitimar” o “justificar” la conducta. Más aún, pretende erigirla en un derecho subjetivo de la mujer a que se le practique el aborto, derecho que debe ser garantizado con una prestación médica que habrá de serle ofrecida obligatoriamente (salvo objeción de conciencia del médico). Con ello traspasa totalmente la esfera de lo que sería una excepción motivada por la inexigibilidad de otra conducta, para convertir a la mujer en titular, no de una excepción a un deber jurídico, sino de un derecho a matar al hijo que lleva en su seno.

Por otra parte, si de lo que estamos hablando es que en ciertas circunstancias una persona debe ser excusada de cumplir el deber de no matar a un semejante inocente, entonces no se necesita ninguna ley que legalice el aborto, porque para ello son más que suficiente las causales de exculpación que se contemplan en el art. 10 del Código Penal. Aquí sí el juez puede ponderar en el caso concreto y considerando las circunstancias emocionales y psicológicas en las que se encontraba la mujer embarazada, las presiones recibidas, las angustias que padeció, si realmente no podía exigírsele una conducta distinta de la de consentir en que se provocara la muerte del hijo que gestaba. Bajo este control judicial, las causales de exculpación, que reflejan la idea de los actos supererogatorios como excepción personal a un deber generalmente exigible, adquiere una significación real.

Lo contrario es construir una argumentación seductora pero falaz, porque lleva implícita la premisa encubierta de que, en verdad, todo embarazo es una carga que la mujer puede bien no tolerar, esto es, el aborto como derecho en cualquier circunstancia. Y esto nos retorna a la insoslayable e ineludible cuestión de qué derechos o intereses le serán reconocidos al ser humano concebido pero aún no nacido.

 

 

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por el autor en su blog Derecho y Academia, https://corraltalciani.wordpress.com.