Los santos inocentes: Ayer y hoy

Raúl Madrid | Sección: Política, Religión, Vida

#05-foto-1Se acaba el 2015. Termina otro año con el país cautivo del gobierno más ideológico, mesiánico, obstinado e incompetente de nuestra historia política, salvando quizás el de su padre espiritual, la Unidad Popular. Los ciudadanos, inquietos y confundidos, intentan celebrar las dos fiestas propias del mes zarandeados por la creciente inseguridad pública y el inefable paro (ilegal) de controladores aéreos, que afectó a más de 75.000 pasajeros, muchos de los cuales no podrán pasar la Navidad con sus seres queridos gracias al notable abandono de deberes por parte de la autoridad.

Escondido entre la Natividad de Cristo (la gran celebración espiritual de Occidente, junto con su Resurrección) y la fiesta laica del año nuevo, hay otro onomástico, que suele pasar inadvertido salvo para engañar a los despistados –como es tradición en los países hispánicos–: la fiesta de los santos inocentes. La conmemoración, a pesar de las chanzas de turno, no tiene nada de gracioso, pues consagra la memoria de los niños menores de dos años venidos al mundo en Belén, y sacrificados por orden del Herodes para eliminar a Jesús de Nazaret, recién nacido o a punto de nacer por ese entonces.

Como se dice en De Symbolo, un texto maravilloso de San Quodvultdeus, obispo de la diócesis de Cartago en el siglo V –que comparto ahora con ustedes–, ha nacido (en Navidad) un niño pequeño, un gran Rey, cuyo poder sobrepasa el de todo gobernante de este mundo. Los reyes magos son atraídos desde lejos por una estrella; vienen para adorar al que todavía yace en el pesebre, pero que reina y reinará al mismo tiempo en el cielo y en la tierra (sicut in caelo et in terram). Cuando le anuncian que ha nacido un Rey, Herodes –que representa a los gobernantes de este mundo– se altera, y, para no perder su reino, decide eliminarlo. Si hubiera creído en El, estaría seguro aquí en la tierra y reinaría sin fin en la otra vida –comenta el obispo–.

Ni el dolor de las madres que gimen, ni el lamento de los padres por la muerte de sus hijos, ni los quejidos y los gemidos de los niños hacen desistir a Herodes de su propósito; está empecinado, quiere aplicar su mandato a toda costa, como si fuera una retroexcavadora que pasa por encima de todo: “matas el cuerpo de los niños, porque el temor te ha matado a ti el corazón. Crees que, si consigues tu propósito, podrás vivir mucho tiempo, cuando precisamente quieres matar a la misma Vida” –acota Quodvultdeus–. Pero aquél, fuente de la Gracia, pequeño y grande al mismo tiempo, que yace en el pesebre, aterroriza su trono mundano; actúa por medio del propio Herodes, que ignora sus designios, y libera las almas de la cautividad del demonio. El niño que nace ha contado a los hijos de los enemigos en el número de los adoptivos.

Los pequeños, entonces, sin saberlo, mueren por Cristo; los padres hacen duelo por los mártires que mueren. Cristo ha hecho dignos testigos suyos a los que todavía no podían hablar. “He aquí de qué manera reina el que ha venido para reinar. He aquí que el liberador concede la libertad, y el salvador la salvación. Pero tú, Herodes, ignorándolo, te turbas y te ensañas y, mientras te encarnizas con un niño, lo estás enalteciendo y lo ignoras”, y continúa el sabio obispo “¡Oh gran don de la gracia! ¿De quién son los merecimientos para que así triunfen los niños? Todavía no hablan, y ya confiesan a Cristo. Todavía no 2 pueden entablar batalla valiéndose de sus propios miembros, y ya consiguen la palma de la victoria”.

Hoy los santos inocentes no son niños de dos años que alguien podría confundir con el Mesías: son niños no nacidos, que representan, al igual que sus antepasados mártires, el signo del Cordero, lo vuelven a encarnar en el martirio del aborto, son Cristo una y mil veces, en este mismo momento, testimoniando su sacrificio con el suyo propio hasta el fin de la historia.

Los Herodes de hoy, como los de ayer, dueños del poder ejecutivo, legislativo y judicial, intentan también consagrar la muerte de los inocentes para conservar su potestad mundana, otorgando libertades ilícitas e inmorales al arbitrio de hombres (y mujeres, esto es lo más grave) duros de corazón. Aquí radica, probablemente, la causa por la que esta fiesta específica de los santos inocentes, hoy, aquí, en nuestro Chile herido por la tibieza de los hombres buenos, parece erguirse como la más importante de todas durante el moribundo 2015: nos recuerda, con el sacrificio de aquellos, cuánto podemos y debemos hacer para evitar regar la Patria y nuestras manos con la sangre de estos corazones puros. Por eso declaro y pido, con el obispo de Cartago, que “los mártires Inocentes proclaman tu gloria en este día, Señor, no de palabra, sino con su muerte; concédenos, por su intercesión, testimoniar con nuestra vida la fe que confesamos de palabra. Por nuestro Señor Jesucristo”.

 

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por Chile B, www.chileb.cl.