Improvisación costosa
Juan Ignacio Brito | Sección: Educación, Política
Si alguien quisiera estudiar la manera en que no debe ser tramitada una reforma estructural, seguramente escogería la discusión en torno a la gratuidad de la educación. Persiguiendo un objetivo que puede ser loable, las autoridades han terminado aplicando el principio del todo vale.
En medio de la improvisación que ha imperado, lo único claro es el objetivo del gobierno: en 2016 al menos una proporción de los alumnos de educación superior debe estudiar gratis. No importa si hay que recurrir a la maña para utilizar la Ley de Presupuestos, usar fondos diseñados con otros fines (como, por ejemplo, la investigación o el desempeño eficiente), quitarles el Aporte Fiscal Indirecto ya comprometido a otros sin expresión de causa plausible o, incluso, establecer discriminaciones probablemente inconstitucionales. Todo, como dijo el martes la Presidenta de la República desde Europa, pensando “en todas esas familias que van a tener garantizado que sus hijos estén estudiando en la educación superior”. Pocas veces ha quedado más claro: el fin justifica los medios.
Es justo que quienes reúnen los méritos académicos accedan a una universidad, un centro de formación técnica o un instituto profesional. Sin embargo, es un deber de las autoridades que las políticas públicas que impulsa con tal objetivo estén enmarcadas en la ley y no pasen a llevar las instituciones que ellas deben proteger y administrar. Lo primero lo verá el Tribunal Constitucional, que esta semana acogió un requerimiento presentado por diputados opositores. Lo segundo parece una batalla perdida: con su actitud, la Nueva Mayoría está provocando daño institucional y socavando el sistema democrático.
El más severo daño consiste quizás en recurrir a una ley de carácter especial y restringido, como la Ley de Presupuestos, para abordar una reforma estructural que altera la forma de financiamiento del sistema de educación superior. Debido a que es una norma periódica que cuenta con reglas de tramitación específicas que limitan la capacidad del Congreso para discutirla y establecen plazos fijos de debate, la Ley de Presupuesto es un muy mal “envase” para la discusión de una reforma con las dimensiones e implicancias que tiene la gratuidad.
Lo más lógico habría sido tratar este asunto a través de un proyecto específico, lo cual permitiría una ponderación de las múltiples variables e intereses en juego. Pero no fue así. Como el Ejecutivo se ha mostrado errático y no consiguió presentar a tiempo un proyecto sobre el financiamiento y la gratuidad, improvisó una solución sin considerar que con ella fuerza las cosas y distorsiona los objetivos para los cuales fue concebida la Ley de Presupuestos.
El abuso de las numerosas herramientas que le entrega el actual ordenamiento establece un mal precedente, más aún en un gobierno que pretende sentar las bases de una nueva institucionalidad. Si lo que se pretende es robustecer la democracia, es imprescindible que las autoridades eviten torcer la ley. Esta representa una barrera contra la arbitrariedad y una garantía del respeto a los derechos de “los ciudadanos y las ciudadanas” a los que tan a menudo se invoca.
Nota: Este artículo fue publicado originalmente por La Tercera, www.latercera.com.




