Hacer leña del árbol caído

Pablo Rodríguez Grez | Sección: Política, Sociedad

Entre los muchos defectos que tenemos los chilenos, quizás uno de los peores sea el de solazarnos con el fracaso de ciertos personajes emblemáticos. Así se trate de un deportista, un empresario, un parlamentario, un artista, etcétera, somos impiadosos para juzgarlo a priori. De poco sirve que el afectado se presuma inocente mientras una sentencia judicial no diga lo contrario (principio constitucional). Nosotros condenamos sin apelación, causando, muchas veces, males y sufrimientos irreparables. Incluso prescindiendo de los intereses ideológicos, que siempre asoman en estas circunstancias, lo cierto es que la “condena social” se anticipa a cualquier otro pronunciamiento.

La sabiduría popular ha descrito esta lamentable faceta de nuestro carácter diciendo, simplemente, que “hacemos leña del árbol caído”. ¡Qué fácil resulta sancionar la conducta ajena, generalmente invocando preceptos morales, sin conocer en detalle los hechos en que se funda la acusación! ¡Qué poco respeto nos merece la verdad!

Lo señalado se agrava por dos factores.

Por una parte, la publicidad y las redes sociales encabezan una campaña que se vuelca sin contemplaciones contra el afectado, de manera que su suerte queda sellada irremediablemente en muy escaso espacio de tiempo. Revertir esta conclusión resulta imposible, sea porque una decisión judicial absolutoria llega demasiado tarde -operando nuestra tradicional mala memoria-, o porque, al cabo de algunos años, la declaración de inocencia “no es noticia” que interese demasiado a la comunidad. ¿Cuántos inocentes no serán víctimas de este maligno comportamiento? ¿Cuántos de ellos arrastrarán el estigma de una falsa denuncia fruto de comentarios precipitados? ¿Conocen los chilenos el drama de Dreyfus y la reacción heroica de Émile Zola?

Por otra parte, el problema que planteamos se retroalimenta al generar un clima adverso al presunto culpable, el cual influye decisivamente en el ámbito jurisdiccional. De lo indicado, se sigue una predisposición de los jueces, muchas veces inconsciente al momento de fallar, porque obran en una atmósfera recargada de presiones. Tampoco es desdeñable el hecho de que en un país en que las encuestas parecen fijar los rumbos de las autoridades, seguir la corriente mayoritaria da generosos dividendos, en tanto enfrentarla solo acarrea dificultades de todo orden.

No exagero si digo que muchos “acusados” están previamente condenados por efecto de este nefasto designio social, que condiciona las decisiones de la judicatura al margen de lo que pomposamente llamamos “debido proceso legal”.

Dos ejemplos recientes pueden ilustrar las anomalías descritas. Desde luego, la investigación abierta contra políticos de todos los colores, de un extremo a otro del espectro partidista, sobre el financiamiento de las campañas electorales. ¿Constituyen estos hechos delitos atroces de extrema gravedad no por el concurso económico de las empresas implicadas, sino por el procedimiento empleado para disponer de los fondos donados? Aun cuando pueda criticárseme, afirmo que se trata de un dudoso daño fiscal (que puede o no haberse producido), y que debe subsanarse, como ha ocurrido siempre, mediante la reparación del daño (si lo hay) y las multas administrativas que correspondan. Emporcar todavía más la actividad política, transformando a parlamentarios y dirigentes de conocida trayectoria en avezados delincuentes, me parece, por decir lo menos, un indebido agravio a la actividad pública, demasiado menoscabada en el último tiempo. ¿De qué podemos quejarnos cuando la ciudadanía repudia a la “clase política”, cada día con mayor energía, si los hábitos descritos ponen énfasis en convencernos de la más abyecta corrupción?

Paralelamente, tampoco parece justo imputar responsabilidad masivamente a los empresarios, generalizando los actos de colusión, como si fueren ejecutados por todos ellos. Lo propio puede decirse del rechazo precipitado de las excusas de quienes desempeñaban en la época las más elevadas funciones en cada centro productivo. La indiscutible gravedad de estos hechos, con mayor razón, exige serenidad, objetividad e independencia para anticipar un reproche moral y jurídico. Comprendo que no es fácil corregir estas distorsiones, pero debemos intentarlo.

Nadie aspira a un sistema económico y político perfecto. Sin embargo, se advierten desviaciones graves que reclaman corrección. Probablemente, sin advertir la profundidad y extensión de los daños que se causan, como consecuencia de pronunciarse una “sentencia social” que antecede al juzgamiento legal y al desatender los hechos en su exacta dimensión, nos dañamos a nosotros mismos, provocando una lesión a la institucionalidad vigente y debilitando las estructuras productivas.

 

 

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio de Santiago.