Fe y Universidad
Rodrigo Pablo P. | Sección: Educación, Religión, Sociedad
Es común oír en estos días un alegato poderoso por apartar a Dios de las aulas universitarias. Por un lado, y sobre el hecho de que se estudie poniendo al Señor por delante, se suele decir que la fe impediría analizar los temas con objetividad y que el moralismo pondría cotos muy marcados al conocimiento lo que impediría el desarrollo de las ciencias. Por otro lado, y sobre el estudio de la religión, se niega su relevancia, reduciéndosele a un mito, que no tiene relevancia para la sociedad.
Esta visión es contradictoria en sí misma: desarrolla una verdadera religión, la que consiste en negar la existencia de una relación real entre la persona y Dios; impide analizar ciertos fenómenos, como es el advenimiento del terrorismo islámico, el que fuera del contexto de un determinado sistema de creencias no puede ser comprendido y por lo tanto enfrentado; por último, esta forma de hacer frente al tema religioso se opone a lo que ha sido el origen de las principales universidades del mundo occidental, las que en sus fundamentos siempre tuvieron un deseo por acercar a quienes se formaban en ellas a la revelación de Dios, y tal es el caso Boloña, París, Oxford, la Complutense –en Europa–, de Harvard, Georgetown –en Estados Unidos–, de la Universidad de Chile y de la Católica –en Chile–, entre muchas otras.
En la base de esas universidades siempre estuvo presente el cristianismo, el que no solo sirvió de inspiración a sus fundaciones, sino que además dio el marco ético en el que sus actividades se desarrollaron, y es fácil darse cuenta de la importancia de un sólido marco ético cuando vemos a lo que puede llegar la mente humana cuando se da por liberada de todo límite, creando cosas que en nada aportan al progreso de la humanidad, sino solo a su destrucción. Este marco ético estuvo siempre presente en el origen de las universidades y para que ellas sean un aporte debe mantenerse ahí. Esto no significa que no deba evolucionar conforme al desarrollo del conocimiento y los nuevos desafíos que surgen; así debe estar sustentado no sobre reglas estrictas, sino sobre principios y fines, los que deben dar a cada estado del desarrollo científico las normas que deben regularlo; es decir, debe preferirse una moral teleológica antes que una deontológica en lo que a esta materia respecta.
En este sentido, vale la pena recordar las palabras de Andrés Bello en el discurso inaugural de la Universidad de Chile:
“Lo sabeis, señores: todas las verdades se tocan, desde las que formulan el rumbo de los mundos en el piélago del espacio; desde las que determinan las agendas maravillosas de que dependen el movimiento y la vida en el universo de la materia; desde las que resumen la estructura del animal, de la planta, de la masa inorgánica que pisamos; desde las que revelan los fenómenos íntimos del alma en el teatro misterioso de la conciencia, hasta las que expresan las acciones y reacciones de las fuerzas políticas; hasta las que sientan las bases inconmovibles de la moral; hasta las que determinan las condiciones precisas para el desenvolvimiento de los gérmenes industriales; hasta las que dirigen y fecundan las artes. Los adelantamientos en todas líneas se llaman unos a otros, se eslabonan, se empujan. Y cuando digo los adelantamientos en todas líneas comprendo sin duda los más importantes a la dicha del género humano, los adelantamientos en el orden moral y político. ¿A qué se debe este progreso de civilización, esta ansia de mejoras sociales, esta sed de libertad? Si queremos saberlo, comparemos a la Europa y a nuestra afortunada América, con los sombríos imperios del Asia, en que el despotismo hace pesar su cerro de hierro sobre cuellos encorvados de antemano por la ignorancia, o con las hordas africanas, en que el hombre, apenas superior a los brutos es, como ellos, un articulo de tráfico para sus propios hermanos ¿Quién prendió en la Europa esclavizada las primeras centellas de libertad civil? ¿No fueron las letras? ¿No fue la herencia intelectual de Grecia y Roma, reclamada, después de una larga época de oscuridad, por el espíritu humano? Allí, allí tuvo principio este vasto movimiento político, que ha restituido sus títulos de ingenuidad a tantas razas esclavas; este movimiento, que se propaga en todos sentidos, acelerado continuamente por la prensa y por las letras; cuyas ondulaciones, aquí rápidas, allá lentas, en todas partes necesarias, fatales, allanaran por fin cuantas barreras se les opongan, y cubrirán la superficie del globo. Todas las verdades se tocan; y yo extiendo esta aserción al dogma religioso, a la verdad teológica. Calumnian, no se si diga a la religión o a las letras, los que imaginan que pueda haber una antipatía secreta entre aquellas y estas. Yo creo, por el contrario, que existe, que no puede menos que existir, una alianza estrecha entre la revelación positiva y esa otra revelación universal que habla a todos los hombres en el libro de la naturaleza. Si encendimientos extraviados han abusado de sus conocimientos para impugnar el dogma, ¿qué prueba esto, sino la condición de las cosas humanas? Si la razón humana es débil, si tropieza y cae, tanto mas necesario es suministrarle alimentos sustanciosos y apoyos sólidos. Porque extinguir esta curiosidad, esta noble osadía del entendimiento, que le hace arrostrar los arcanos de la naturaleza, los enigmas del porvenir, no es posible, sin hacerlo al mismo tiempo, incapaz de todo lo grande, insensible a todo lo que es bello, generoso, sublime, santo; sin emponzoñar las fuentes de la moral; sin afear y envilecer la religión misma. He dicho que todas las verdades se tocan, y aun no creo haber dicho bastante. Todas las facultades humanas forman un sistema, en que no puede haber regularidad y armonía sin el concurso de cada una. No se puede paralizar una fibra (permítaseme decirlo así), una sola fibra del alma, sin que todas las otras enfermen”.




