¿“Rehacer su vida” o “Conversión”?

P. José Luis Aberasturi y Martínez | Sección: Familia, Religión, Sociedad

¿Qué tiene que predicar hoy la Iglesia, y ayudar, lógicamente, a vivir? ¿Que uno tiene “derecho” a “rehacer su vida” –“casualmente” con una señora que no es la suya; siempre así–, o que todos y cada uno, en la Iglesia, necesitamos “conversión”?

Se puede también enfocar de otra manera: ¿qué le diría hoy Jesús a una persona que vive amancebada –con “papeles o sin papeles”, no añade moralmente nada–, y pretende –a la vez, y como si no tuviese nada que ver– “ir de católico”, con “derecho” –¡por supuesto!– a comulgar en Misa?

Caben más preguntas, pertinentes todas ellas: ¿un católico debe pretender “hacerse a sí mismo” o “dejarse salvar por Dios”? ¿El modelo, en la Iglesia, sigue siendo Jesucristo –“aprended de Mí”, nos dice Jesús–, o vale cualquier otro modelo: amancebado, adúltero, homosex, lesbi, trans, ladrón, mentiroso, asesino, corrupto…? ¿Sustituyen estos últimos modelos, en igualdad de condiciones, a Jesucristo, único modelo válido en la Iglesia?

En definitiva, todas ellas plantean lo siguiente: o hablamos de Dios para poder hablar con verdad del hombre –de su ser, de su dignidad, de su destino, de su verdadera vida– o nos limitamos a hablar del hombre, prescindiendo de Dios.

La Iglesia, única y exclusivamente se encuentra a sí misma –es fiel a Dios y al hombre– si llama a los hombres, empezando por los católicos, al Reino de Dios; si les invita y les ayuda a pertenecer y a participar del Dios vivo. En caso contrario se habría desvirtuado, se habría corrompido.

A día de hoy hay toda una campaña –rabiosa, poderosa, y con ínfulas de triunfar– para que la Iglesia se dedique primero a resolver los problemas de los hombres, católicos o no –urgentes, graves, reales–, en sus vertientes económicas, sociales, políticas…, y luego, en un segundo plano, pero muy en segundo plano, que no hay prisa –por no decir descaradamente, ninguna necesidad–, hablar con tranquilidad y sosiego, sin las urgencias materiales tan acuciantes, hablar sí, de Dios, de la relación del hombre con Dios, de la vida eterna, etc.

A este panorama se añade la insidia de que el yugo que Dios impone al hombre es demasiado pesado; casi, casi, inhumano. Sería inhumano ser marido de una sola mujer; sería inhumano pretender vivir el matrimonio abierto a la vida; sería inhumano no dar a las niñas la pildorilla del día después; sería inhumano no permitir el aborto; sería inhumano no dejar que cada uno se monte su vida sexual a su antojo o inclinaciones; etc., etc., etc.

Jesús, al que no se le escapa ni una, nos ha dicho: “El tiempo está cumplido. El Reino de Dios está cerca. Convertíos y creed en el Evangelio”. “Mi yugo es suave, y mi carga ligera”. “Venid a Mí todos los que estáis cansados y agobiados, que Yo os aliviaré”. “Cualquier cosa que pidáis al Padre en mi Nombre, os lo daré”. Y “al Señor tu Dios adorarás, y a Él solo servirás”.

¿No le es suficiente al hombre?

Para eso está la Iglesia: para ser el ojo del cuerpo –del hombre, de la humanidad– y que todo el cuerpo vea. Pero si la Iglesia cede al embate de las olas –más que bravías: un auténtico sunami se cierne sobre la Ella–, a la “muleta” de los “envites” mundanos, desconocería al hombre, y destruiría su humanidad –la grandeza, la dignidad– de la persona humana, lo mismo que lo desconoce, lo ningunea y lo destroza la sociedad y la cultura “modernas”.

Pero eso es la muerte de la misma Iglesia.

 

 

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por InfoCatólica, http://infocatolica.com.