Fe y política

Rodrigo Pablo P. | Sección: Política, Religión, Sociedad

Ha transcurrido mucho tiempo desde que los sabios de la Ilustración empujaron a la religión fuera del discurso político. La plantearon como un cúmulo de creencias personales que no tenían lugar en el debate público donde lo único que importan son los argumentos “racionales”, comunes a todos, con exclusión de cualquier opinión que no pudiese ser discutida usando solo lo que ellos entendieron por razón. Esta opinión se ha apoderado del debate público chileno; no hace mucho un senador de la Democracia Cristiana dijo que él –que se declara católico– no estaba a favor del aborto, pero que no se sentía capacitado para imponer sus convicciones a los demás. Esta situación obliga a que los católicos nos preguntemos si esta forma de ver el rol de nuestra fe en política es válida y, por lo tanto, si debemos o no votar como católicos o decidir como tales.

Quienes se inclinan por la negativa, es decir afirman que la fe debe quedar relegada a la interioridad sin expresarse en el actuar político, ni de las autoridades ni de los votantes, suelen dar dos clases de argumentos: 1) dicen que la misma Iglesia así lo ha dicho y citan, al respecto, algunos documentos del Concilio Vaticano II y la Teoría de las Dos Espadas, y 2) la religión no es discutible, si los católicos se dirigen en el ámbito político como tales, negarían la democracia y pasarían a ser una suerte de grupo como el de los musulmanes que apoyaban a Khomeini, quien afirmó “si el islam no es político entonces no es nada” –el argumento ilustrado.

Quienes, en tanto, nos inclinamos por la afirmativa, negando que debamos dejar nuestras convicciones religiosas fuera del ámbito de lo público, respondemos a estos dos argumentos de la siguiente manera:

  • Que la misma Iglesia quiere verse separada del Estado y la política.

Cristo y el magisterio de la Iglesia defendieron y defienden la separación entre la Iglesia y el Estado, mas no han liberado al Estado de cumplir con las leyes natural y divina, de las que emana su poder. En este sentido Cristo dice a Pilatos “no tendrías ningún poder si no se te hubiese dado de arriba”, y a los judíos “dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Por su parte dice “Gaudium et Spes”:

Es, pues, evidente que la comunidad política y la autoridad pública se funden en la naturaleza humana, y, por lo mismo, pertenecen al orden previsto por Dios, aun cuando la determinación del régimen político y la designación de los gobernantes se dejen a la libre elección de los ciudadanos.

Síguese también que el ejercicio de la autoridad política, así en la comunidad en cuanto tal como en las instituciones representativas, debe realizarse siempre dentro de los límites del orden moral para procurar el bien común concebido dinámicamente según el orden jurídico legítimamente establecido o por establecer. Es entonces cuando los ciudadanos están obligados en conciencia a obedecer. De todo lo cual se deducen la responsabilidad, la dignidad y la importancia de los gobernantes.

Pero cuando la autoridad pública, rebasando su competencia, oprime a los ciudadanos, estos no deben rehuir las exigencias objetivas del bien común; les es lícito, sin embargo, defender sus derechos y los de sus conciudadanos contra el abuso de la autoridad, guardando los límites señalados por la ley natural y la evangélica”.

De esta manera vemos como ambos llaman a la autoridad a comportarse dentro de los márgenes de la ley divina y natural, y a los católico a hacer cumplir dichas exigencias y a hacer respetar el derecho de sus semejantes, como podría ser el caso del nasciturus. Ello es, por lo demás, de toda lógica, ya que en la sociedad todos dependemos de todos y todos nos influimos a todos. Así, por ejemplo, si los católicos permitimos que otros aborten, fuera de que damos nuestra consentimiento tácito a un inmenso crimen, permitimos que nuestros hijos consideren esa opción alejándose de Dios; si permitimos que cualquier cosa sea llamada  matrimonio, le quitamos relevancia a este sacramento e institución que como elemento de las leyes natural y divina regula las relaciones entre hombres y mujeres para la construcción de una familia, o si permitimos que la televisión transmita cualquier cosa, rápidamente la labor evangelizadora que llevemos a cabo con nuestros propios hijos podría ser destruida.

  • La actuación de los católicos como tal en la vida democrática acabaría con esta al impedir todo debate.

Este argumento es usado generalmente por quienes han impulsado los mayores totalitarismos de la historia. Es fácil oír a comunistas y otros grupos filo marxistas hablando a favor de él, así como a grupos liberales que han impuesto una verdadera religión cientificista defendiendo el mismo. Lo que nos muestra que el argumento se usa más para acotar el debate que para ampliarlo; no buscando hacerse cargo de los puntos de vista de las personas religiosas, sino descalificándolos antes de la competencia.

Ahora, contestando al argumento mismo, es importante que nos preguntemos: ¿qué es la razón? y ¿puede construirse ella de espaldas a la fe?

Sobre lo primero, digamos que razón es un término equivoco, que es definido, en la acepción que aquí importa, como “el acto de discurrir el entendimiento” (diccionario de la Real Academia Española). Discurrir que no tiene un objeto determinado por lo que, y como lo planteó Juan Pablo II en Fides et Ratio, puede llevar a cualquier lado, incluso a atentar contra sí mismo.

Sobre lo segundo, plantea Ratzinger en “Verdad y Tolerancia”, que la razón en su acepción moderna se ha reducido solo a métodos que no permiten ni preguntarse acerca de su propia legitimidad ni darle cabida a las preguntas verdaderamente importantes para el ser humano –de dónde venimos y a dónde vamos–. De modo que se la ha limitado a no poder buscar la verdad que es para lo que sirve, dejando, por tanto, a la voluntad humana a la deriva, con un entendimiento del mundo sumamente básico.

Así llegamos a que la razón es una facultad del hombre que le permite entender y crear, pero que requiere de la voluntad para dirigirse hacia algún fin y su único fin posible es la búsqueda de la verdad y la verdad misma, lo que no pude hacer apropiadamente si se cierra a la posibilidad de la fe. Concluimos así que la verdadera razón se abre a todos los aspectos del conocimiento humano: empírico, artístico, psicológico, metafísico y religioso; buscando en todos ellos la verdad y por ende el lugar hacia donde ha de guiar a los hombres y a la sociedad.

De esta manera, nada obsta para que los católicos llevemos nuestra fe al ámbito público, lo que beneficia y amplía lo que entendemos por razón y mejora, por lo mismo, el debate democrático.

Además, en la práctica son pocos los políticos y personas que creen que la sola racionalidad, como típicamente se le conoce desde la ilustración, es suficiente para guiar a las sociedades. Si así fuera se privilegiarían sistemas con menos representación popular, donde los expertos adquirieran una mayor relevancia y al pueblo solo se le pedirían muy determinadas consultas. Sin embargo, se ha tendido a aumentar la representación, lo que en ningún caso puede guiar hacia un gobierno más “racional”. Después de todo: ¿puede opinar sobre el presupuesto de la nación un ciudadano de 18 años de edad que ni siquiera tiene ingresos propios? Lo más probable es que este sujeto opine en función de algunas ideas abstractas y de sus sentimientos, que de racional y discutible tienen bastante menos que la religión, donde hay conversiones y grandes debates teológicos.

Todo lo anterior, nos lleva a concluir que los católicos debemos participar como tales en la vida pública, votando como tal y actuando como tal. Debemos esforzarnos por evangelizar nuestra sociedad lo que debemos hacer a través del voto, de nuestras acciones (fundaciones, asociaciones, empresas con y sin fines de lucro, etc.) y de nuestro ejemplo. Tanto los que ocupan cargos de representación, como aquellos, que tal como San José, nunca detentan grandes puestos, pero son ejemplo de sus familias y cercanos.

No obstante todo lo dicho, es comprensible que haya varios que sientan temor frente a estas ideas. La historia de la humanidad y lo que hoy ocurre en muchas partes del mundo, hace que muchos, al escuchar que una religión busca la expresión política de sus fieles, piensen en el fundamentalismo islámico; en las guerras religiosas de los Balcanes o de la Europa del Siglo XVIII, o en las prebendas de una religión por sobre otras. Sin embargo, hay que decir que la expresión política de los católicos tiene entre sus fines una defensa de la libertad religiosa y de expresión de todos, derechos que la Iglesia considera como parte inalienable de la dignidad de la persona humana. A este respecto, conviene citar la Declaración Sobre la Libertad Religiosa del Concilio Vaticano Segundo que enseña: “Dios llama ciertamente a los hombres a servirle en espíritu y en verdad. Por este llamamiento quedan ellos obligados en conciencia, pero no coaccionados. Porque Dios tiene en cuenta la dignidad de la persona humana, que el mismo ha creado, y que debe regirse por su propia determinación y usar su libertad”.