Sociedad Docente
Rodrigo Pablo P. | Sección: Educación, Política, Sociedad
Mucho se ha hablado de la educación y todos conocemos el lema: “educación gratuita y de calidad”. Donde todos estamos de acuerdo en qué es gratuito, pero no así en qué es calidad. La corriente mayoritaria –que en lo político es transversal– ve la calidad como: la aptitud del sistema educacional para preparar a los alumnos para enfrentarse con el mundo profesional, y la mide por los resultados que obtengan los pupilos en distintas pruebas estandarizadas.
Esta definición es pobre, ya que ignora que la educación no solo debe servir a las personas para el mundo laboral, sino que, y a su vez, para el ser buen ciudadano; padre o madre de familia; amigo; persona honrada; para entender el arte, y, sobre todo, para preguntarse acerca del sentido de la vida. Aptitudes sin las cuales el profesional va decayendo rápidamente hasta ser fácilmente reemplazable por una generación más joven, mejor preparada y más barata.
El ignorar esta gran gama de aspectos de la “calidad de la educación”, es lo que lleva a excluir a la familia, a los medios de comunicación social y a las iglesias del proceso de reforma. Centrándose éste solo en la sala de clases; cuando es evidente que ahí no pasa nada relevante si no se ve apoyado por un contexto que le permita a los educando captar lo que ahí ocurre.
Lamentablemente hoy, cuando nuestra sociedad niega las verdades objetivas y centra su concepto de lo enseñable en lo “útil”, se vuelve imposible impulsar una verdadera educación. Lo anterior, ya que no tiene sentido la clase de arte; tampoco lo tiene la de historia; de nada sirve una clase de biología para los que no quieren tener carreras relacionadas con ese ámbito de cosas; se preguntan los alumnos: para qué ir a clases si puede ser mayor la utilidad de ponerse a trabajar; finalmente, quién puede interesarse por lo que pasa en el aula si sabe que la vida es demasiado corta para desperdiciarla trabajando en una sociedad que no le da luz ni esperanza.
La educación no debe centrarse en el hacer de los estudiantes seres funcionales al sistema económico, sino en prepararlos para ir en busca de la alegría, sea en esta tierra o más allá de las estrellas. Debe criarse a nuevas generaciones que y, en contraste con la nuestra, sea capaz de retener su ira; darle al dinero y diversiones su justo lugar; tenga deseos de conocer la verdad y que eso la induzca a estudiar, a leer, a escuchar y a opinar; que vea en el otro un semejante y un amigo, en lugar de un rival, un explotador o un sujeto susceptible de ser explotado; que comprenda el rol que su trabajo tiene para la vida social; que se abra a los misterios de lo infinito.
Lo anterior implica que la sociedad se involucre de forma seria con la educación, promoviendo un cambio ético de todos: que la televisión (el educador por excelencia) detenga su entrega masiva de diversiones vulgares y soeces, dándole a sus televidentes no lo que piden –sexo, violencia, escándalo–, sino lo que deben recibir –belleza, cultura, discusión–; que las figuras públicas se comporten a la altura que su rango les da y den ejemplos de virtud; que los ricos gasten con sobriedad y decoro, para mostrar a los otros su persona en lugar de las cosas que sus bienes les permiten adquirir; que todos valoricemos el honor, como el mayor de los bienes sociales; cultivar la curiosidad; que la autoridad devuelva las calles a los ciudadanos honrados, castigando a los delincuentes y terroristas que actúan impunemente en nuestro país, pues si desde la infancia no se ve que hay que cumplir la ley, los niños no tendrán ningún interés en cumplirla.
De no hacer esto seguiremos promoviendo una vida animal, que agota a las personas y las castiga, si son ricos, con un insoportable tedio de vivir o, si son pobres, con la exclusión del mercado y sus servicios. En suma, nos castiga a todos con la inexistencia de la sociedad, la que para existir requiere de una educación integral, que nos permita comunicarnos con nuestros semejantes abandonando el individualismo imperante.
Así, lo que necesitamos no es un Estado Docente, sino una Sociedad Docente. Para ello, debemos comprender que lo que hacemos, decimos y transmitimos es esencial para la educación de los menores y pares, y este deber nos exige una conducta, pública y privada, impecable.




