Carlomagno y el progresismo

Gastón Escudero Poblete | Sección: Historia, Política, Religión, Sociedad

#05-foto-1 Nada mejor que asomarse al pasado para entender el presente. Llegué a esta conclusión gracias a una de mis lecturas de verano: una biografía de Carlomagno (742-814). Desde el punto de vista político y social es el fundador de la Europa cristiana.

Al nacer Carlomagno, lo que hoy conocemos como Europa occidental no era más que un conjunto de pueblos dispersos, los llamados pueblos “bárbaros” o “germánicos”. Con ocasión de la caída del imperio romano los francos comenzaron a extenderse desde el norte hacia el centro sur de Europa ocupando la Galia. En el siglo VIII Pipino el Breve fundó la dinastía carolingia y su hijo Carlos, después de su muerte apodado “magno” o “el grande”, expandió el reino hasta abarcar lo que hoy es más o menos Italia, Alemania, Austria, Países Bajos y una parte de España. Bajo su poder quedaron sometidos varios pueblos y reinos germánicos: francos, lombardos, sajones, ávaros, bávaros… En los territorios ocupados, Carlos hizo construir ciudades, palacios, caminos, puentes, canales y otras muchas obras públicas. También impulsó el desarrollo de las artes, las humanidades y las ciencias, contratando a tal efecto los servicios de hombres eruditos venidos tanto de dentro como de fuera de sus dominios. Para ello creó una academia que funcionaba en su palacio y a la que él mismo asistía con frecuencia, y una escuela de niños en las que participaban sus propios ‒y numerosos‒ hijos.

Carlos no se conformó con extender y afianzar su poder político: quería el desarrollo humano paras las gentes que gobernaba y por eso se esforzó porque en su reino floreciera la cultura y la moral. Le dolía ver a su pueblo sumido, por ejemplo, en la ignorancia, la promiscuidad y la práctica de sacrificios humanos, aunque él mismo no era ajeno a estas costumbres. Porque la grandeza de este rey franco radicó no en su propia estatura moral sino en el reconocimiento de que tanto él como sus súbditos necesitaban ser redimidos, e intuyó que la única fuerza capaz de obrar esa redención era el cristianismo. Por eso, cuando derrotaba militarmente a un pueblo, lo obligaba no sólo a prestar juramento de lealtad y a pagar tributos, sino también a bautizarse. El cristianismo se convirtió así en instrumento de cohesión política y social para pueblos de variadas costumbres, historias y creencias. En este empeño Carlos llegó al extremo de imponer violentamente la religión, quizá aplicando su propia interpretación de aquella parábola del Evangelio: Sal a los caminos y cercados y obliga a la gente a entrar a mi casa (Lc., 14, 23.).

En línea con lo anterior, el gobierno de Carlos versó sobre asuntos tanto temporales como espirituales, llegando incluso a convocar un concilio. A diferencia de los reyes orientales, quienes se consideraban a sí mismos como dueños de los territorios y las gentes sobre las cuales gobernaban, Carlos se consideró responsable por la felicidad temporal y espiritual de su pueblo. Vivió ocupado en la administración del reino y para ello nombró duques y condes, cuya labor se complementaba con la de otros funcionarios de confianza llamados missi dominici (enviados del señor), que recorrían el territorio de dos en dos ‒un conde y un obispo—, para administrar justicia y verificar el cumplimiento de los deberes de los súbditos.

La forma de gobernar de Carlos infundió en los antiguos bárbaros un conjunto de costumbres que favorecieron los vínculos interpersonales, especialmente en relación con la familia y la sociedad civil, y con el tiempo se fue configurando un orden social inspirado en el cumplimiento de lealtades y obligaciones. Cada persona y cada grupo de la sociedad tenía una función: el rey gobernaba para servir al pueblo; los nobles ayudaban al rey a gobernar y daban protección militar al pueblo; los eclesiásticos administraban sacramentos, rezaban por la salud del rey y sus súbditos y daban asistencia espiritual y formación moral; los campesinos producían alimentos y debían prestar servicio militar a los señores o nobles y estos a su vez al rey (la “leva”). Nadie sobraba y todos eran necesarios. El fin último de la vida social era la salvación de las almas y a ésta debía apuntar en definitiva la labor del rey.

Dentro de este esquema, Carlos entendió que su misión era restaurar el orden imperial romano pero fundado esta vez en el cristianismo, influido quizá por el hecho de que su poder real derivaba de un acto del vicario de Cristo. Porque Carlos no descendía de reyes sino de los Mayordomos de Palacio; éstos ejercían el gobierno del reino franco pero lo hacían en nombre de los reyes, quienes lo eran sólo nominalmente. Así fue hasta que su padre Pipino solicitó el apoyo al papa para que el título recayera en manos de quienes realmente gobernaban, es decir, él mismo, y así fue como en 751 el papa San Bonifacio lo coronó rey. Entonces se inició una alianza entre el obispo de Roma y el rey de los francos consolidada por la coronación de Carlomagno como emperador en el 800 por el papa León III, con la que quedó restaurado el imperio romano en occidente (en oriente había sobrevivido en el Imperio Bizantino).

Como obra política, el imperio carolingio no perduró más allá de sus hijos, pero sí lo hizo como organización social afincada en el cristianismo como elemento aglutinador, en lo que sería la sociedad europea cristiana. Aunque dividida en reinos locales o regionales, dicha organización permitió que Europa occidental experimentara un desarrollo moral, político, económico, social y cultural superior al de otras sociedades que en la época carolingia la aventajaban por lejos. Así fue como siete siglos después de la muerte de Carlos, entrando el 1500, los europeos de occidente estaban listos para conquistar el mundo que comenzaban a descubrir, llevando a todas partes sus valores y cultura.

Pero en los siglos siguientes Europa se sumergió, al igual que la sociedad romana siglos atrás, en la decadencia. Tal vez cansada de su grandeza, comenzó a experimentar con sugerencias novedosas que inexorablemente la fueron alejando de su origen cristiano hasta renegar de éste. Consecuencia de su desvarío son el fracaso de las repúblicas liberales y de los regímenes totalitarios que se levantaron entre mediados del siglo XIX y mediados del XX. A pesar del inmenso costo material y moral que significaron estos intentos políticos, Europa no ha entendido que el abandono de su raíz cristiana no es gratis. Después de la Segunda Guerra Mundial se han levantado regímenes democráticos apoyados en dos fundamentos: por una parte, la ideología de los “derechos humanos”, entendidos como afirmación de la autonomía individual, es decir, como el derecho a “hacer lo que yo quiera”; por otra, el Estado de bienestar, entendido como un conjunto de recursos materiales, tecnológicos y de poder en cuyo favor los ciudadanos ceden libertad a cambio de que les asegure los medios para maximizar su felicidad entendida como placer.

La tríada democracia, Estado y derechos humanos constituye el “progresismo”, palabra que para un despistado tiene una connotación positiva, algo así como evolución de la organización social hacia una situación en que la satisfacción de los impulsos más básicos de los individuos (ya no personas, que es un concepto cristiano) garantiza su felicidad. En ella el Estado y los derechos humanos ocupan el lugar que el cristianismo ocupó en la civilización de la Europa occidental medieval y éste pasa a ser, a lo más, un asunto estrictamente personal y que se considera manifestación de falta de ilustración, impropia de hombres evolucionados; cualquier planteamiento que apunte a su proyección social se considera una aberración y como un esfuerzo de ciertos sectores por conservar sus privilegios, a los que el cristianismo sería funcional. Por eso el progresismo es militantemente laicista.

Pero la realidad es que el progresismo no es un avance hacia una mejor situación, sino un retroceso hacia un estado de barbarie anterior a la época carolingia. Nuestro querido Chile, a la zaga en esta evolución, está viviendo tal vez los últimos momentos del conflicto entre progresismo y orden de inspiración cristiana. En este afán la izquierda progresista y la derecha liberal van unidas y difícilmente serán vencidas.

#05-foto-2Mientras volvía de mis vacaciones me pregunté: ¿pueden la democracia, el Estado y los derechos humanos reemplazar al cristianismo como fuerza aglutinadora de la sociedad? Y a modo de respuesta vinieron a mi memoria los versos del salmo 2: ¿Por qué se alborotan las gentes y los pueblos meditan proyectos vanos? Se han alzado los reyes de la tierra y los príncipes conspiran de consuno contra el Señor y contra su Cristo: “¡Rompamos sus cadenas, y arrojemos de nosotros sus lazos!”. El que mora en los cielos se ríe, el Señor se mofa de ellos.