¿Dios no selecciona?

Gonzalo Letelier Widow | Sección: Familia, Religión

#03 foto 1El lema escogido por los organizadores del “espacio de reflexión” sobre la selección en colegios católicos, “Dios no selecciona”, es profundamente equívoco y se presta a múltiples interpretaciones, muchas de ellas incluso contrarias al Magisterio de la Iglesia y a la Sagrada Escritura. En efecto, el cristiano es “elegido en Cristo desde la fundación del mundo” (Ef. 1, 4) y el mismo juicio final no es otra cosa que una “selección” de acuerdo a la santidad de la propia vida. Por supuesto, esto no significa nada respecto de la selección escolar en colegios católicos. Ni para afirmarla, ni tampoco (como hacen los autores) para negarla.

Ciertamente es cuestionable que se seleccione individualmente a los niños a partir de previsiones sobre su rendimiento, más aún en un contexto como el nuestro, en que el nivel socioeconómico es prácticamente paralelo al capital cultural de las familias. Sin embargo, más allá de estos desafortunados eslóganes, los numerosos documentos magisteriales sobre educación admiten pocas dudas respeto a la licitud de que un colegio exija a las familias un compromiso vital, y no solo declarado, con los principios de la educación católica, cuyo “fin propio e inmediato (…) es cooperar con la gracia divina en la formación del verdadero y perfecto cristiano” (Pío XI, Divini illius Magistri).

En extrema síntesis, “los hijos son como algo del padre” y “no entran a formar parte de la sociedad civil por sí mismos, sino a través de la familia” (León XIII, Rerum novarum), por lo que “los padres tienen el derecho natural de educar a sus hijos, pero con la obligación correlativa de que la educación y la enseñanza de la niñez se ajusten al fin para el cual Dios les ha dado los hijos”. Por eso, tienen el deber de “apartarlos lo más lejos posible de las escuelas en que corren peligro” de recibir una formación contraria a su fe (León XIII, Sapientia christianae).

La escuela “es por su misma naturaleza una institución subsidiaria y complementaria de la familia y de la Iglesia”, por lo que “no basta el mero hecho de que en la escuela se dé la instrucción religiosa”, sino que “es necesario que toda la enseñanza, toda la organización de la escuela y todas las disciplinas estén imbuidas en un espíritu cristiano”. Según la declaración Gravissimum educationis del concilio Vaticano II, “es preciso que los padres (…) tengan absoluta libertad en la elección de las escuelas según su propia conciencia”, y no según lo que algunos puedan pensar que resulta más congruente con la Fe. En cualquier caso, no es verdad que sólo un proyecto “inclusivo”, que no mire a la composición familiar ni a la religión profesada por las familias, pueda ser congruente con la doctrina de la Iglesia. Más bien parece necesario concluir lo contrario.

El Estado, por su parte, “puede y debe resolver el problema educativo con mayor prudencia y facilidad si deja libre y favorece y sostiene con subsidios públicos la iniciativa y la labor privada de la Iglesia y de las familias”, por lo que “es injusto todo monopolio estatal en materia de educación, que fuerce física o moralmente a las familias a enviar a sus hijos a las escuelas del Estado contra los deberes de la conciencia cristiana o contra sus legítimas preferencias” (Pío XI, Divini illius Magistri).

Con profunda actualidad, en fin, la Iglesia nos recuerda que “la eficacia de la escuela depende más de los buenos maestros que de una sana legislación”. Un orden de prioridades exactamente inverso al del proyecto de ley y al que parecen proponer los organizadores del encuentro.