El discurso disolvente: Carlos Peña y la naturaleza de las palabras

Carlos Augusto Casanova | Sección: Educación, Familia, Sociedad

#03-foto-1 Carlos Peña se ha convertido en Chile en una suerte de referente de moral política. Por esa razón es importante estudiar su discurso. Emprendí esta tarea la semana pasada, con un análisis de su defensa de la injerencia de Movihl en la educación pre-escolar. Esta semana y la próxima quiero analizar otros dos aspectos centrales de su pensamiento.

Cuando uno se toma el trabajo de analizar el discurso de Peña, se sorprende de encontrar que la palabra en sus columnas no es más que un arma revolucionaria, desde hace un tiempo generalmente al servicio de la agenda de Michelle Bachelet. Y sus razonamientos son un montón de paralogismos sofísticos. Comencemos nuestro análisis por el modo como Peña entiende la palabra, teniendo como telón de fondo los rasgos revolucionarios de su columna sobre “Nicolás tiene dos papás”, ya examinados.

El 28 de mayo de 2011 Peña, y en el contexto de una discusión sobre si los homosexuales podrían casarse y formar una familia, nos dijo cómo entiende las palabras: ¿Qué es esto de que las palabras –como matrimonio o cualquier otra– tienen significados verdaderos? No se requiere haber leído a Wittgenstein para darse cuenta de que las palabras significan al interior de ciertas prácticas sociales que, cuando varían, hacen variar también su significado.

En realidad, las palabras tienen dos dimensiones: el signo sensible y el significado. Por supuesto que el signo sensible es instituido por cada tradición lingüística, y esto es lo que hace plausible la afirmación de Carlos Peña. Pero la palabra tiene otra dimensión, que es su significado. En la mayoría de las palabras, el significado es una semejanza natural de la esencia de una cosa o institución o propiedad, etc. Por ejemplo: “hombre” en cuanto a su sonido y su grafía es un signo convencional, igual que “man”. Pero el significado central de estas dos palabras es el mismo. ¿Cómo es posible que dos tradiciones lingüísticas incluyeran a los mismos individuos (“referentes”) dentro de sendos signos convencionales de tal manera que sea posible la traducción de una lengua a otra? Es posible porque cada tradición incluye esos individuos en el mismo signo porque ellos tienen un rasgo común, “animal racional”. Y la palabra “man”, como la palabra “hombre”, es signo sensible de una semejanza de ese rasgo común, semejanza que se llama “concepto”.

Las discusiones interesantes entre los hombres son las que no se quedan en las palabras, sino que se refieren a las cosas significadas. Si alguien me dice que los toros andan no sólo por la tierra, sino también en el espacio sideral, porque hay uno que es una constelación, es posible que no merezca la pena discutir con él. –A menos que el tema de discusión sea muy relevante y se pretenda confundir a personas inocentes.

Apliquemos lo dicho a “matrimonio” y “familia”. No me interesa el signo sensible. Sí me interesa el significado. El matrimonio es una institución en la que se unen un hombre y una mujer con el fin de formar una comunidad de amor, que constituya el contexto adecuado para la procreación y educación de los hijos. “Familia” es esa comunidad que resulta del matrimonio. Si se llamara “matrimonio” a la unión entre dos hombres, o entre dos mujeres, se estaría cambiando radicalmente el significado de la palabra, y se estaría hablando de otra institución. El efecto de tal cambio, si por una equiparación sofística entre cosas diferentes se diera el mismo tratamiento legal a las dos cosas diferentes, sería la abolición del matrimonio y de la familia, porque la sexualidad no es un placer con el que cada uno pueda hacer lo que quiera sin que ello tenga efectos profundos en la estructura del carácter del individuo  o la fisonomía de la sociedad. Es, más bien, un aspecto de la persona que está vinculado esencialmente a una de las instituciones centrales de la vida social, el matrimonio y la familia. Por este carácter central quieren abolirlas los revolucionarios modernos (gnósticos), como expresamente dicen Carlos Marx y Federico Engels,  y como obviamente desean los revolucionarios chilenos de nuestros días, muy señaladamente Fernando Atria y Michelle Bachelet.

Apliquemos lo dicho, ahora, a “ser humano”, como de manera torcida y sofística hizo Carlos Peña en la misma columna del 28 de mayo de 2011. Los Nazis cambiaron el significado de esa palabra, y a algunas realidades que eran seres humanos (“animales racionales”) las consideraron simplemente como enemigos o como taras: los judíos, pero también los disidentes y los minusválidos o las élites polacas, por ejemplo. Por esto, en su ordenamiento legal ordenaron que se matara a estos seres que eran “enemigos o taras”. Pero, después de la II Guerra, a quienes mataron a esos “enemigos y taras”, se les juzgó y condenó justamente por homicidio. ¿Por qué? Porque las cosas o realidades significadas por las palabras no cambian su naturaleza por un decreto lingüístico. Matar a esos seres humanos que las convenciones lingüísticas nazis consideraban como “enemigos o taras” era homicidio en la realidad de las cosas.

#03-foto-2Por tanto, creer que un cambio en una convención lingüística puede cambiar la naturaleza de las cosas y justificar un cambio en el tratamiento jurídico de ellas, es creer en la magia. Un Parlamento o una autoridad suprema puede decretar que un hombre sea “mujer” o una mujer “hombre”, pero eso no va a alterar la realidad de ese hombre o esa mujer. De la misma manera puede decretar que una unión homosexual sea “matrimonio”, y podría justificarlo con todas las palabras melosas que se le ocurrieran, pero eso, como se ha dicho, no constituiría sino un intento de abolir el matrimonio y la familia.