¿Cómo ser un político católico y no morir en el intento?

Eugenio Yáñez | Sección: Política, Religión

#03-foto-1 El martes 4 de noviembre pasado en el marco del II Congreso Social organizado por la Pontificia Universidad Católica, Carlos Peña planteaba que uno de los grandes problemas de los católicos en la vida política y/o discusión pública es partir de un discurso que supone y exige la verdad y la trascendencia, la cual opera a modo de “camisa de fuerza”. Esto, según el columnista de El Mercurio, es un serio handicap en el competitivo mercado de las ideas, pues en una sociedad donde conviven muy diferentes visiones políticas, culturales, religiosas, etc., el nicho católico es muy reducido, vale decir, su mensaje tendría un alcance muy limitado. Según el rector de la UDP en una cultura democrática, como la de nuestro país, que renunció hace tiempo al dogma de “la verdad”, no se puede apelar a ella para “imponer” las ideas. Ella, la democracia, exige para su bien funcionamiento de acuerdos y no de verdades. La verdad, en el mejor de los casos, será el resultado del consenso o de acuerdos, en que todas las partes en cuestión ceden una porción de “su” verdad, en vistas al bien común.

Desde esta óptica, nada de original por lo demás, la renuncia a la verdad es un plus de la democracia y no un defecto. Al contrario, para san Juan Pablo II y Benedicto XVI es precisamente la causa del deterioro de las democracias, que terminan violando la dignidad humana y siendo cuna de una “Cultura de la Muerte”. Según san Juan Pablo II, estas democracias carentes de sólidos principios pueden llegar a convertirse en totalitarismos encubiertos. Allí donde san Juan Pablo II puso el acento en criticar a ciertas “democracias” en cuanto realidades empíricas, Benedicto XVI criticó además, los fundamentos relativistas de cierta teoría democrática reducida a sus procedimientos.

¿Qué hacer ante esta situación? Por un lado la “realidad” nos dice que el católico que participa de la vida política, si quiere ser parte de la fronda política debe desistir de sus principios “religiosos”. De ese modo, escuchamos a muchos políticos católicos exclamar: “soy católico pero no puedo imponer mis ideas al resto”, asumiendo de pasada, que su fe es un aspecto de su vida absolutamente privado, y más aún, apelar a ellos públicamente es una suerte de ofensa para el que no cree o no comparte su religión, vale decir, se desacredita ipso facto al hacer pública su fe. Pareciera ser que esta es la actitud predominante. Acomodarse es mejor que parecer un “talibán” de la política. Lamentablemente para estos políticos católicos su Magisterio les pide que abandonen esa especie de esquizofrenia “vida privada/vida pública” y reflejen su fe en la vida política. Véase por ejemplo la desconocida “Nota Doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política” del año 2002. Pareciera ser que el político católico se encuentra ante una disyuntiva, a saber: ser un “buen” católico y asumir el martirio político, o ser “realista” y sobrevivir en el mundo político bajo el lema: si no puedes con ellos, únete a ellos

 

¿Es esta una disyuntiva real?

#03-foto-2El problema y/o disyuntiva que enfrentan muchos políticos católicos pareciera ser el siguiente: en una cultura política marcada por la diversidad, por la tolerancia, y por el pluralismo, o soy un buen católico y por default un mal político, porque ipso facto me autoexcluyo de la discusión pública que ha renunciado a la verdad; o soy un buen político y un mal católico, pues debo renunciar a aspectos esenciales de la fe para precisamente “no morir en el intento”. Fue lo que sucedió, si se me permite el parangón, con el famoso diálogo cristianos/marxistas de las décadas del 50 y 60 que terminó, por ejemplo, con muchos sacerdotes católicos convertidos al marxismo, pues éstos pensaron que para dialogar con el otro, tenían que despojarse de toda verdad y de su fe. De ese modo fueron tierra fértil para la seductora semilla marxista de la igualdad y la justicia.

Sin desconocer las reales dificultades que enfrentan los políticos católicos y/o cristianos en una cultura política marcada por el relativismo y el pragmatismo, nos parece que la disyuntiva planteada es falsa. Es perfectamente posible ser un buen político y un buen católico, vale decir, es factible realizar un aporte real al bien común, sin tener que renunciar un ápice a los principios religiosos. Un político que se deja guiar o inspirar por la Doctrina Social de la Iglesia (DSI) no es un ser “irracional”, “dogmático”, ni menos aún un “iluminado”. Recordemos que la DSI se nutre tanto de la fe, como de la razón. “La fe y la razón (fides et ratio) son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad” (Juan Pablo II). Lo importante a tener en cuenta no es quien lo dice, sino examinar si lo dicho es cierto. La fe tiene, entonces, una dimensión social y “política” que no se opone a la “razón pública”. En consecuencia, el político católico o cristiano no tiene razones para sentirse ni avergonzado ni acomplejado de su fe, pues no se le pide nada ajeno a la razón natural, razón ésta que es fortalecida, no anulada, por la fe. Dicho de otro modo, se le exige que evite la tentación de Pilato, el “perfecto demócrata”, de lavarse las manos ante los graves desafíos o problemas que enfrenta nuestra sociedad, y se las “juegue”, por lo que él crea es bueno y verdadero para el país, aunque eso implique morir en el intento. A fin de cuentas, parafraseando a Tomás de Aquino, la verdadera recompensa del gobernante o del político no está en la riquezas, la fama o los honores adquiridas durante el ejercicio del poder, sino posteriormente en la bienaventuranza celestial.

 

 

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por Chile B, www.chileb.cl.