Nosotros, los microexplotadores

Joaquín García Huidobro | Sección: Familia, Política, Sociedad

#06-foto-1-autor Uno se imagina a un explotador como un hombre gordo, de ojos pequeños y mirada codiciosa, con una papada que se mueve como gelatina cada vez que habla con una voz insincera. Pero no siempre es así. Esta semana los diputados nos han recordado que cada vez que nos miramos al espejo podemos estar viendo a un microexplotador. ¿Qué otro nombre merece una persona que, con toda tranquilidad, hace sus compras un domingo a las siete de la tarde, sin reparar que detrás de esa cajera que nos atiende con rostro cansado hay una familia que un fin de semana tras otro está privada de ver a su madre?

El paso dado por los diputados es mínimo. Simplemente han aprobado la moción de prohibir el trabajo en el comercio los domingos después de las cinco de la tarde, pero las críticas no se han hecho esperar: “Medidas como estas van en la dirección contraria de la reactivación económica que necesitamos”, dicen unos. “¿Y qué harán las personas que no pueden comprar en otro momento?”, afirman otros, con aire compasivo.

No se trata, ciertamente, de una medida muy popular. Nos exige cambiar los hábitos de consumo y recordar que, antes que consumidores, somos ciudadanos, es decir, personas que tienen una grave responsabilidad para con sus semejantes.

Estamos acostumbrados a que nos halaguen, a que los gobiernos tiemblen cada vez que hacemos oír nuestra voz en una encuesta o en una elección. Por eso nos sorprendemos cuando, en un acto de valentía, los parlamentarios se atreven a proponer una ley que, en el fondo, viene a decir que no siempre tenemos la razón, que nuestra voluntad puede ser caprichosa y egoísta. En efecto, la situación inicua que afecta a miles de nuestros compatriotas empleados del comercio no es culpa de los empresarios (sería un suicidio cerrar las puertas de un supermercado o multitienda los domingos, cuando la competencia las tiene abiertas), sino de unos clientes (nosotros) que piensan que siempre tienen la razón.

No estoy sugiriendo que los empresarios del comercio sean todos unas inocentes víctimas de nuestra iniquidad, que los obliga a hacer trabajar a sus empleados en condiciones inapropiadas para poder mantener sus empresas a flote. A ellos les viene muy bien nuestra disposición a estrujar a la gente para que atienda nuestros requerimientos de consumo a la hora que más nos acomode. Ninguno ha protestado. Es más, no faltará quien saque la calculadora y pregunte: “¿Cuánto le cuestan al país el domingo y los feriados?”, sin darse cuenta de que, como ha mostrado Spaemann, la pregunta da por supuesto lo que se trata de resolver. Quizá sea ella misma inmoral, porque supone partir de la base de que todo tiene precio.

Cuando celebramos el domingo (o el viernes, o el sábado, en otras culturas), estamos recordando que el trabajo es muy noble, pero constituye un medio y no un fin. Por eso, la única manera de entender que trabajamos para vivir y no vivimos para trabajar es, precisamente, mantener esos días libres, que no son transables. Sin ellos adquiriríamos muy pronto la mentalidad del esclavo. Unos esclavos de chaqueta y corbata, que manejan buenos autos, pero esclavos al fin.

De más está decir que, dada la limitación de nuestra condición humana, es inevitable realizar algunos trabajos en domingo (en una farmacia, un cine, un restaurante o una iglesia, por ejemplo). Tampoco es del todo nítida la frontera entre lo que resulta razonable y lo que supone un abuso o explotación. En términos generales, podríamos decir que, en el primer caso, esas personas están trabajando “para el domingo”; ellas permiten que podamos tener un día de encuentro y tranquilidad. A lo mejor ese principio se cumple incluso en un minimercado, pero en ningún caso se aplica a tiendas gigantescas que mueven a miles de empleados.

#06-foto-2Y no se diga que esas personas consienten libremente, porque esa es la excusa más barata de todas, la misma que apoya el que queden impagas las leyes sociales o se realicen trabajos en condiciones insalubres.

Es una pena que tenga que recurrirse a la fuerza de la ley para imponer unas exigencias tan básicas de la justicia, que podrían cumplirse simplemente con que desarrolláramos ciertos hábitos de consumo solidario, respetuoso de esa ecología humana que resulta necesaria para vivir en una sociedad civilizada. Pero cuando la buena voluntad no basta, no es posible esperar que las injusticias se resuelvan solas. Es necesario que hable la ley.

 

 

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio de Santiago.