Hablando de violencia

Gonzalo Rojas Sánchez | Sección: Sociedad

#01-foto-1-autorUn auto acribillado y tres barristas muertos. Una más de las acciones de violencia que tienen lugar en nuestra sociedad. “De dónde ha salido todo este horror? ¿En qué momento se metió en el corazón humano toda esta maldad?” Es lo que se preguntan cientos de miles de chilenos.

Esta es la cadena de la violencia: yo tengo autonomía plena; si algo no me parece bien, estoy siempre en lo correcto y tengo derecho a que me den la solución; la culpa de mis problemas la tienen otros; pero ellos no me harán caso alguno respecto de lo que necesito; por lo tanto, sólo me cabe agredirlos para encontrar respuesta a mis demandas.

Se construye una posición de superioridad y desde ahí se pretende rendir al enemigo. No interesan ni se aceptan razones. Jorge Millas lo explicaba en su notable La Violencia y sus Máscaras:  “El verdadero problema surge cuando la inteligencia misma, y en términos más generales, la espiritualidad del hombre –medio despierta, medio embotada– fortalece (a la violencia) con sus recursos y encubre su fea apariencia con modos intelectuales, espirituales, de justificación y disimulo”.

La víctima es simplemente la encarnación del mal y hay que extirparlo. La represión –detención, interrogatorios, juicio, condena– es también parte del ritual, porque engendra otras semillas de violentistas, ya que éstos son superiores a la sociedad que les aplica la represión y, por lo tanto, no se atemorizan con ella.

Pero no se piense que la víctima directa es sólo el efectivamente mutilado o asesinado. Esa mirada reductora olvidaría que toda una sociedad queda paralogizada cuando teme al sufrimiento causado por la violencia. Y el violento conoce bien esa debilidad humana. Al fin de cuentas, no es un robot, tiene conciencia, delibera. Cuando decide aplicar la violencia, selectiva o generalizada, es que lo ha pensado muy a fondo. No es un exabrupto.

La estrategia del minimalismo violentista apunta justamente a que no se le dé mayor importancia a cada uno de sus actos. Que importen poco, que digan mucho. Pero, considerados en su esencia, ninguno de esos actos es pequeño. Todos llevan por fuera y por dentro la etiqueta del mal, por varias razones.

Por una parte, porque a veces agreden a personas objetivamente importantes,  a las que buscan privar de sus legítimas dignidades. Por otra, porque estimulan la perpetración de acciones similares, generando una reacción en cadena. En tercer lugar, porque consiguen publicidad, en un mundo donde la normalidad es despreciada. Como cuarta razón, porque animan a sumarse a cuanto individuo disfuncional esté disponible; después, porque confunden a los tribunales de Justicia y, finalmente, porque corren el límite de lo aceptable: un bombazo es rareza, cinco son habitualidad, cincuenta se presentan como expresión popular.

Pero el más grave de todos sus objetivos es otro: simplemente asustar, amedrentar, aterrorizar. Cada acto de violencia tiene un sentido mediador, sacramental.

Quienes la promueven descubren que la fascinación de sus seguidores ya no es la misma que tenían en el día primero; comprueban el cansancio y la frustración. Comienzan entonces a hablar de desgaste. Lo que les interesa no es cortar con la violencia que ellos mismos han generado, sino simplemente darle una pausa para reconducirla por otra vía. Porque la palabra “desgaste”, no es realmente el reconocimiento de los amargos frutos de la violencia, ni mucho menos una toma de conciencia del deterioro humano que produce en  quienes la practican. Desgaste significa sencillamente pausa, giro y a comenzar por otro lado.

¿Qué explica esta tendencia criminal? No es la locura. Que nunca más se diga que el violentista está loco, porque eso lo haría moral y jurídicamente irresponsable. Es el odio lo que fundamenta la violencia.

De todo estoŠ y mucho más, hablaremos esta tarde de jueves 21 de agosto en el Memorial de Jaime Guzmán, a las 19. Bienvenidos.