La revolución contra la naturaleza humana

Miguel Lara Galán | Sección: Familia, Política, Sociedad

#05-foto-1 A lo largo de la historia el hombre ha llevado a cabo múltiples revoluciones: unas buenas, otras no tanto, o claramente malas. Es bueno que el hombre y la mujer no se conformen con carecer de aquello a lo que tienen derecho por ser persona humana, y por tanto un ser dotado de una dignidad y de una igualdad con los demás hombres.

Por ejemplo, es bueno que el hombre y la mujer no se conformen con la ignorancia, porque les ha sido dado el entendimiento –que, como la vida, no se han dado a sí mismos– para conocer la verdad. Es bueno que no se conformen con carecer de libertad, porque a diferencia de los animales han sido hechos con capacidad de decidir, con voluntad, y por tanto tienen derecho a orientar su vida libremente, aunque teniendo en cuenta que es una libertad que no tiene derecho a interferir en la legítima libertad de los demás. Es también bueno y comprensible que no quieran carecer de los medios de vida necesarios para vivir dignamente, y por tanto tienen derecho al trabajo, a una retribución adecuada, etc.

Pero desde hace unas décadas, en algunos ambientes que han llegado ya a organismos internacionales, se quiere llevar a cabo otra revolución, a la que, en rigor, no se tiene derecho: la revolución consiste en revelarse contra la propia naturaleza, en no querer ser lo que se es, sino lo que no se es: ser hombre (varón, del sexo masculino) y querer comportarse como si fuera mujer; ser mujer (hembra, del sexo femenino) y querer comportarse como si fuera hombre.

A esta “revolución”, evidentemente no se puede tener derecho, porque cada uno es lo que es (en cuanto a su sexo) y eso ya no tiene cambio posible; ni hace falta, porque la dignidad y grandeza del ser humano es idéntica en el hombre que en la mujer; el hombre (para amar, para tener familia e hijos) necesita a la mujer y la mujer al hombre. Por otra parte, la pretensión de ese deseo (es un deseo, no un derecho), no cambiaría la realidad: el hombre se puede comportar –si se empeña– como si fuera mujer, y viceversa, pero no dejará de ser hombre, o mujer. Sería un “derecho” doblemente ficticio, porque ni es un derecho ni se deja de ser lo que se es por naturaleza. El comportamiento, como es evidente, no cambia la naturaleza, aunque el hombre o la mujer se empeñen en ir contra ella, lo cual no puede hacerles ningún bien.

Toda persona que quiera tener un comportamiento homosexual es digna de respeto, pero no por su comportamiento homosexual, sino por ser persona humana.

Ningún estudio serio ha podido demostrar que se nazca homosexual. Sí esta probado en cambio que determinadas conductas en la adolescencia, juventud, etc. pueden influir en esa tendencia, pero no condicionan la libertad hasta el punto de que necesariamente se haya de ser homosexual; si fuera así, se carecería de libertad y por tanto de responsabilidad moral. El hombre o la mujer, si quiere, pueden esforzarse, con la ayuda necesaria, en contrarrestar esa influencia, como se esfuerzan en evitar otras limitaciones que no consideran deseables ni convenientes para su desarrollo personal (y si es creyente, para su fe).

Si esta no aceptación de lo que se es por naturaleza afectara sólo al que la desea, sería un perjuicio importante –que advertirá antes o después–, pero quedaría limitado a esas personas. Pero la repercusión o trascendencia es mucho mayor, porque se pretende constituir en derecho esa “revolución”, y que la homosexualidad (como el lesbianismo, o la bisexualidad) sea admitida como una forma legítima más de ser persona. Se puede y se debe respetar la homosexualidad (mientras no afecte al bien de terceras personas), como se respetan otros comportamientos que el bien común no considera deseables, pero de ahí no se deriva que se tenga derecho a ser homosexual. Si así fuera se negaría el deber de comportarse de acuerdo con lo que cada uno es según su naturaleza.

Pero la repercusión social va aún más lejos, porque organizaciones homosexuales, apoyados en la falsa “ideología de género” –que niega la evidente distinción entre hombre y mujer (tan absurdo como negar que dos y dos son cuatro)–, pretenden acabar con el matrimonio (uno con una y para siempre) y con la familia (un padre y una madre, con sus hijos), para implantar los “nuevos modelos” de “matrimonio” y de “familia”, donde cabrían todas las mezclas imaginables.

#05-foto-2Esta ideología –que separa el sexo biológico del “sexo psicológico” ó “género” que libremente se quiera tener- se ha dicho que “probablemente es la ideología más radical de la historia, puesto que –de imponerse- destruiría al ser humano en su núcleo más íntimo y, simultáneamente, acabaría con la sociedad”, tal y como ha sido desde su orígenes (J. Scala, “La ideología de género, o el Género como herramienta de poder”).

El positivismo y el consenso político, por intereses contrarios al bien común, pueden inventar ilusorias construcciones legales que no tienen ni pueden tener un fundamento real, que no han sido reconocidas nunca en la milenaria historia de la humanidad, y que no se pueden considerar un “adelanto social”, sino un verdadero retroceso, en cuanto que equipara esas “construcciones” a realidades esencialmente distintas (el verdadero matrimonio, la familia propiamente dicha), lo que supone además una injusticia: lo desigual, requiere un tratamiento jurídico también desigual.

Hasta aquí no se ha dicho nada que tenga un carácter confesional, es decir que requiera la fe para entenderlo o admitirlo. Estamos en el nivel más elemental del sentido común, de la historia de la humanidad y de la dignidad de la naturaleza y la persona humana. Sin duda el positivismo, por intereses ideológicos o políticos, puede no tener en consideración estos razonamientos básicos y fundamentales y con aires de “progreso”, “normalizar” ante la ley lo que en la calle también es “normal”. Imaginemos que este argumento se aplicase a otras “realidades” sociales que también hay “en la calle”… Pero además no es cierto que en la calle la homosexualidad sea “normal” –porque no deja de ser una situación de un pequeño porcentaje de personas, aunque hinchado por algunos medios de propaganda y manifestaciones aparatosas de discutible gusto-, pero aunque lo fuera, si el legislador abdica de su grave deber de velar por el bien común y concede lo que le pidan por ceder a presiones de unos grupos u otros, pierde toda credibilidad y con él la institución que representa.

 

 

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por Análisis Digital, www.analisisdigital.org.