Logorrea

Pedro Gandolfo | Sección: Sociedad

#10-foto-1Es posible plantearse, aunque sea un tanto utópico en estos períodos, la cualidad casi terapéutica que tendría en la vida privada —y, sobre todo, en la vida pública nacional— una ascesis de la lengua, ese músculo invertebrado, cultivando una suerte de “arte de callar”.

El sometimiento de la palabra a algún tipo de contención, incluyendo la obligación de la mudez, tiene orígenes remotos que lo ligan al estoicismo y al cristianismo. Sin embargo, los beneficios de estos ejercicios no tardaron en extenderse al ámbito civil. En los tratados cortesanos del siglo XVIII, por ejemplo, se incluyen dentro de las virtudes del hombre prudente la vigilancia permanente sobre lo que se dice y cómo se dice: el hombre se puede perder en la palabra, y nunca es más dueño de sí que cuando calla.

Subyace a esta sensata recomendación un modelo posible de concebir el cuerpo, como un recipiente amenazado de modo constante de perder la substancia por el contenido. En la palabra prodigada, en el gesto evasivo y mecánico, en el discurso incontenible, precisamente, el sujeto arriesga dejar de pertenecer a sí mismo, perder su sustrato. Es buen consejo, pues, ahorrarse en la palabra, premunirse de buenos filtros y mantenerlos en óptimo estado. El silencio contiene propiedades curativas que conviene cultivar: virtud mínima, arte de lo poco o casi nada, pero que, no obstante, puede suplir la incapacidad en el limitado, la sabiduría en el iletrado, la brillantez en el opaco. El hablar poco, preciso y útilmente es una contribución al bienestar y la paz públicos. Los procesos de desintegración civil suelen ir acompañados de inflaciones verbales, retórica simplificadora, abundante y violenta.

En nuestras sociedades contemporáneas y urbanas, neuróticamente empeñadas en preguntar, conversar y difundirlo todo, el arte de callar es un arte paradójico y precario. Hoy es casi de mal gusto responder “No sé”, “No tengo una opinión sobre ello”, “Preferiría no responder” o, incluso, una simple respuesta escueta y esencial. Los antiguos griegos estimaban de gran manera una virtud que denominaron parresia (palabra que podría traducirse como “franqueza” o “libertad de opinión”), la capacidad para expresar la propia opinión, posibilidad ligada a libertad y autonomía individual: los esclavos carecían de ella.

Hoy, 2.500 años después, esa libertad se halla amagada no ya por el Estado, sino por el exceso de opinión, por el dominio de la doxa —la opinión común—, ese aserrín masticado por miles de bocas. La logorrea galopante, la labia insustancial, el diletantismo intelectual, la retórica populista arriesgan sustituir al pensar, al estudiar y al investigar auténticos.

 

 

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio de Santiago.