La catedral y la tolerancia
Manfred Svensson | Sección: Política, Religión, Sociedad
La entrada de manifestantes a favor del aborto a la catedral de Santiago no dejó indiferente a nadie. Salvo por algunos energúmenos, la tónica de las reacciones ha sido bastante semejante a ambos lados del debate sobre el aborto: la mayor parte de la gente básicamente ha dicho algo traducible a “usted tiene derecho a pedir lo que quiera, pero no puede tratar así las creencias o el lugar de culto de otro”. No es para menos, dada la medida en que se reveló la degradación de nuestra vida pública.
Desde luego son muchas las preguntas que uno puede hacerse, sobre todo una vez conocidas las muy similares acciones que se repitieron luego en Brasil durante las últimas actividades por la visita del Papa. Por lo pronto, partamos por decir que la coincidencia entre estas acciones no debiera dar pie a teoría conspirativa alguna: cuando para todos resulta evidente quién es su enemigo, no necesitan ponerse de acuerdo para conspirar contra él; y tanto en Chile como en Brasil han afirmado tener muy claro que el cristianismo es su enemigo, que en las discusiones sobre el aborto o la orientación sexual no ven a ninguna fuerza como tan claramente opresora como el cristianismo. Cuando es tan nítida la identificación del adversario, es natural que, sin necesidad de coordinarse, el actuar fluya en diversos lugares hacia el tipo de actos que hemos presenciado.
Pero eso pone, sin duda, un peculiar peso sobre los hombros de los cristianos preocupados por la vida pública: el peso de responder de un modo adecuado a tal clima; sin ingenuidad, pero sin caer tampoco en una actitud puramente reactiva. Uno de los campos en que se puede evaluar dicha reacción, es en la apelación que ha habido a la tolerancia o a la falta de ella.
Tal apelación parece justificada: los que marchan a favor del aborto ven en el cristianismo un mal -un gran mal-, y la tolerancia es precisamente una cierta capacidad de sobrellevar males (o lo que uno percibe como tales). Como no han sobrellevado lo que les parece malo, sino violado lo que otros aprecian, bien puede decirse que han sido intolerantes. Pero la reacción conservadora no solo ha pretendido hacer una descripción de ese tipo, sino que muy claramente ha presentado esto como un quitarle sus banderas al progresismo. Así, los twitteos y columnas de los últimos días eran sobre “la intolerancia de los tolerantes”.
Pero ese arrebatamiento de banderas, si no se realiza de un modo algo más reflexivo, tiene sus riesgos. Uno de los riesgos es el que se acabe enrostrándole al interlocutor inconsistencia con convicciones que él en realidad hace tiempo dejó ya atrás. Y ese es el caso en la presente discusión. Hace ya bastante tiempo que en los círculos progresistas más autoconscientes se abandonó la tolerancia como bandera. La tolerancia es precisamente denunciada por estos grupos –y lo viene siendo hace ya un buen tiempo- como parte del discurso conservador, pues la tolerancia siempre implica un reproche. Así, ellos estarían no por la tolerancia, sino por el respeto, la igualdad, la no discriminación, o cualesquiera disposiciones que no impliquen el negativo juicio siempre implícito en la tolerancia.
Hay desde luego algo de ridículamente pretencioso en esta idea de ser los genuinos o únicos heraldos del respeto o la igualdad, y algo igualmente curioso en la idea de que ellos en realidad no estén emitiendo juicios negativos sobre nada ni nadie. Pero no basta con responder señalando eso. Si uno efectivamente se va a hacer cargo de su discurso, lo que se requiere es mostrar por qué incluso en el clima de mayor respeto, libertad e igualdad, la tolerancia seguirá siendo necesaria. En otras palabras, lo que se requiere es mostrar por qué, incluso bajo las mejores condiciones, subsistirá el conflicto de valor entre los hombres, haciendo necesario cierto ascetismo en el uso del poder (por recoger la fórmula con la que Ricoeur describe la tolerancia).
Por decirlo de otro modo, lo que se requiere es mostrar –en los hechos tanto como en la teoría– que si bien hay un sentido en que la tolerancia y la no discriminación son opuestas, lo son no en el sentido de que la segunda alguna vez logre volver prescindible a la primera. Recién ese discurso hará creíble que no estamos ante una apelación oportunista a la tolerancia, no ante un mero intento por defender lo propio con banderas ajenas, sino ante un genuino intento por ver cómo nos conducimos en un mundo en el que irremediablemente habrá conflicto siempre. Poseyendo los cristianos convicciones bastante robustas respecto de por qué dicho conflicto siempre va a subsistir, debieran estar en la avanzada de dicha reflexión sobre la tolerancia.
Nota: Este artículo fue publicado originalmente por el autor en su blog, http://manfredsvensson.blogspot.com.




