Esa concordia o unión de voluntades tan necesaria para la patria

Esther Gómez | Sección: Religión, Sociedad

#10-foto-1La auténtica piedad sirve a la patria contribuyendo al bien común en una concordia desde la verdad, aceptando la historia como herencia, pero aprendiendo de los errores para no repetirlos y de los aciertos para potenciarlos.

Quien más o quien menos, todos hemos recibido algo de los demás. Desde el gratuito saludo al inicio de la jornada, el asiento en un medio de transporte o la confianza necesaria para demostrar que podemos hacer algo bien, hasta lo más fundamental: la propia existencia, la vida o la crianza. Y si a los primeros dones correspondemos con gratitud, con mayor razón a los segundos, pues, como dice el refrán “es de bien nacidos, el ser agradecidos”.

Esta es la justificación que descubrió Tomás de Aquino, ese gran santo y filósofo, como fundamento de la gratitud. Esta virtud toma varias formas: adquiere el nombre de piedad cuando se trata de devolver esa “deuda” a los padres y a la patria por los singulares beneficios de la transmisión de la vida, la crianza y la herencia cultural de un pueblo, mientras que se trata de la religión cuando el beneficio ha venido de Dios, creador y dador del ser, rindiéndole el amor y culto que merece por sus dones. La piedad se manifiesta en la honra y servicio a los padres y a la patria, con lo que se transforma en “cierto testimonio de la caridad con que uno [los] ama” (Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-IIa q. 101, a. 3, ad. 1).

Ciertamente, venimos a la vida en un ambiente o habitat del que recibimos, a modo de herencia, unas raíces y una serie de riquezas culturales que juegan un papel relevante –junto a las recibidas de la familia– en nuestro desarrollo personal. Por eso se puede decir de la patria que es, “en cierto modo, principio de nuestra existencia” (Ibid, ad. 3). Y como tal, también se presenta con claridad que esa riqueza que nos entrega la patria se va constantemente configurando –sea para su perfección o para su desmejora– gracias a la contribución de sus miembros, cada uno de nosotros. Por eso, los actos concretos en que la gratitud pide manifestarse deberían contribuir no sólo al bien de la cultura sino al de la misma vida social. Y una manera básica de hacerlo es contribuir a unas relaciones sociales armónicas o justas.

Así es, pues allí donde concurren varios protagonistas, sean muchos o pocos, es fundamental que exista una cierta “concordia” o “unión de voluntades” y de corazones que permita a todos caminar juntos con fuerza en la misma dirección. Esta concordia hace de la comunidad o sociedad no un conjunto de partes disgregadas, sino una unidad con multitud de miembros que convergen al mismo fin: su bien común. Por supuesto que la concordia es compatible con la diversidad de opiniones, siempre que sea en relación a temas accidentales, lo cual constituye, más bien, una riqueza, siempre que haya acuerdo en lo fundamental -los valores indiscutibles fundamentales. Por otro lado, la vivencia de la concordia no se crea por arte de magia o porque así lo establezca la ley, sino que es un resultado precioso del amor verdadero, el de caridad, por el que –en Dios y desde Dios- “amamos al prójimo como a nosotros mismos; [y] por eso quiere cumplir el hombre la voluntad del prójimo como la suya propia” (Ibid, q. 29, a. 3, in c).

Ahora bien, la verdadera concordia tiene un supuesto fundamental e inexcusable, que es querer bien y con verdad al prójimo y querer, por eso, su bien, al igual que lo quiere el prójimo. Por eso no supone ninguna humillación ni degradación el inclinarnos a su voluntad, siempre que sea buena, es decir, que quiera el verdadero bien y lo quiera desde la caridad. Precisamente la caridad –como regla suprema del amor a Dios y al prójimo– es la base de la concordia que hace posible la comunión de voluntades. En cambio, cuando no se quiere el bien verdadero entonces la concordia pierde la base y queda deslegitimada, por lo que no existe obligación de mantenerla, sino, todo lo contrario, de discrepar en defensa del bien verdadero. De esta manera la discordia únicamente se justifica desde el bien y la verdad, aunque nunca contra el bien ni la verdad. Ya nos avisó Juan Pablo II al canonizar a Edith Stein, judía conversa que murió mártir en Auschwitz: “No aceptéis como verdad nada que carezca de amor. Y no aceptéis como amor nada que carezca de verdad. El uno sin la otra se convierte en una mentira destructora”. Tomás de Aquino pone el dedo en la llaga al señalar como una de las causas más habituales de discordia e injusticia el que “cada cual busca su propio bien” sin atender al verdadero bien del otro (q. 37, a. 1, in c). Buena materia para un examen personal de conciencia, me parece.

Si el criterio más profundo para la concordia es el verdadero bien, entonces la auténtica piedad partirá desde la verdad del hombre, y honrará y servirá a la patria contribuyendo al bien común desde la verdad. Esto supone aceptar la propia historia como parte de una herencia recibida, pero aprendiendo tanto de los errores para no repetirlos como de los aciertos, para potenciarlos. Y si esto es lo importante, ¿qué más da quién lo diga? Lo que importa es que sea bueno y verdadero y contribuya al bien de cada persona y de la sociedad. Aferrarse sin más a la propia opinión sólo por serlo y sin someterla a la criba de la verdad, sólo obstaculiza la verdadera concordia y “degenera en soberbia y en vanagloria” (Ibid, a. 2, in c), mientras que la unión es posible sólo desde un amor que sirve.