¿Dónde está tu hermano?
Jaime Antúnez Aldunate | Sección: Historia, Política, Sociedad
Aunque a estas alturas suene demasiado evidente, puede ser oportuno recordar la afirmación hecha una vez a este diario por el conocido historiador británico Paul Johnson: una de las características más definitorias del siglo XX la encontramos en esa infección que se introdujo en la cultura, por la cual se impuso una generalizada “relativización de lo absoluto junto a una absolutización de lo relativo”. Los 80 millones de muertos entre agosto de 1914 y mayo de 1945, de Kiev a Londres y de Copenhague a Palermo, son su expresión más cruda y evidente. La implantación de totalitarismos ideológicos de fuerte connotación imperialista, con su secuela de sangre y dolor en los cinco continentes, una consecuencia casi inevitable del inmenso drama, el más grande que haya vivido la humanidad en su historia.
En ese tenebroso telón de fondo, destacan para siempre algunas figuras que emprendieron el camino de la reconciliación, medible en su dificultad por la magnitud del cataclismo: Alcide de Gasperi, Robert Schuman, Konrad Adenauer, entre algunos otros. Su gigantesca tarea, favorecida por un contexto cultural aún lejos de estar dominado por el «futuro-presente» que imponen los medios de la sociedad global, tuvo por base la memoria de “larga duración”. Ante la pregunta de Yahvé a Caín, “¿Dónde está tu hermano?”, había todavía más espacio para remontarse a las raíces comunes, y a la conjunta y magna obra milenaria de esos pueblos y razas, descubriendo allí al hermano. El futuro podía pensarse con fundamento en esa tradición. Hubo sin duda gestos –como el de Adenauer y De Gaulle en Reims el año 1962–, pero estos no se insertaban, en caso alguno, en el marco del cálculo utilitario y de corto plazo, sino en una idea común del hombre, cuya raíz cristiana –máxime ante el horror del paganismo hitlerista– nadie en serio discutía.
Nosotros los chilenos hoy, y también otros pueblos hermanos del continente latinoamericano en estos mismos años, vivimos aniversarios de momentos dramáticos en nuestras historias –unos más emblemáticos, otros más cruentos– que no son posibles de desprender en su origen y desarrollo de la magna tragedia de ese siglo XX. Para saber responder a la altura y desterrar el espíritu cainita que prolonga los efectos más allá de todo lo razonable, cabría acudir al espíritu y a la visión con que esos grandes europeos arriba mencionados enfrentaron la tragedia mayor. La hora histórica que vive el continente al recibir en este inicio del nuevo milenio el gran don de un primer Papa latinoamericano (y además un profundo latinoamericanista, como es S.S. Francisco) debería incluso constituir un impulso definitivo en esa dirección.
Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio de Santiago.




