Safo y olvido

Augusto Merino | Sección: Sociedad

#04-foto-1Los que tengan la buena fortuna de que caiga en sus manos algún libro de la vieja poesía griega, la clásica, la eólica de los gloriosos siglos séptimo y sexto antes de Cristo, leerán con emoción y deleite los versos de Safo, a quien Sócrates llamaba “la bella Safo” y Platón “la décima musa” y también “musa mortal entre inmortales musas”, de quien Aristóteles habló con admiración –no obstante ser mujer–, de cuyos versos gustaba Solón tanto que, según nos dicen los recuerdos, declaró que no quería morirse antes de haber aprendido de memoria algunos de ellos, que oyó un día recitar a su nieto. Se grabó su perfil en monedas, vasos. Cuenta Carlos Montemayor que “Por Cicerón sabemos que robaron una estatua suya de bronce, fundida por Silano, del Pritaneo de Siracusa –donde Safo vivió un tiempo en exilio– y tenemos noticia de que hubo otra en Bizancio, hacia el siglo quinto después de Cristo”, es decir, casi mil años después de su muerte. Y, por otra parte, sabemos por Ménechmos de Sición que Safo fue la primera en usar la pequeña lira llamada “péctidos” y que amaba los instrumentos de cuerda, con que acompañaba el canto de sus versos.

¿Recuerda Ud. aquella preciosa estrofa que escribió Esteban Manuel de Villegas en el siglo de oro castellano?

         “Dulce vecino de la verde selva,

         Huésped eterno del abril florido,

         Vital aliento de la madre Venus,

         Céfiro blando”.

En éste y tantos otros poemas que, imitando a Safo, escribieron los latinos (la admiraba Horacio, la imitaba Catulo) y luego los castellanos, se combina la métrica de los versos sáficos y adónicos: qué gloria habrá sido oírla cantar con este ritmo cautivante unas palabras que, según los traductores, son las más dulces, musicales, diáfanas, sencillas y conmovedoras de la lírica griega.

Dos mil quinientos años después de Safo, ese ritmo pervive a través de réplicas, dúplicas y tiernas evocaciones, como en el poema que Nicanor Parra dedicó a su hermana:

         “Dulce vecina de la verde selva,

         Huésped eterno del abril florido,

         Grande enemiga de la zarzamora,

         Violeta Parra”.

Pero el placer de la lectura, les aseguro, irá mezclado con el dolor de la pérdida. De Safo sólo se conserva apenas un poema entero, gracias a que quinientos años después de su muerte, Dionisio de Halicarnaso, literato griego que vivió en Roma bajo Augusto, lo transcribió en una de sus crónicas: el maravilloso “Himno a Afrodita” (“Inmortal Afrodita de colorido trono…”). Lo demás que sobrevive es apenas un puñado de versos sueltos, a veces una sola línea, una sola palabra, sobre cuya interpretación discuten los paleógrafos y los filólogos, moviendo con delicadeza suma los restos de los frágiles papiros que contienen esos tesoros. Toda esa riqueza existía todavía en los siglos tercero y cuarto de nuestra era, hasta que se le perdió todo rastro en las hecatombes que, una tras otra, aventaron el mundo antiguo y dispersaron sus obras.

Recorrer hoy los fragmentos de Safo lo llena a uno de premoniciones. Porque, si Ud. piensa en ello un momento, todo o casi todo lo que hoy se escribe, queda registrado en una materia inmaterial, en unos impulsos eléctricos que no duran más de milésimas de milésimas de segundos, y que al cabo de ¿cincuenta años, ochenta? ya no habrá cómo recuperar. Los discos en que todo eso se graba, decaen y se corrompen. ¡El papel! Nos dicen los que saben que nuestro papel jamás durará tanto como aquellos papiros en que sobrevivieron dos mil años los versos de Safo: la química empleada causa su deterioro en pocas décadas y, de aquí a un par de siglos, seguirán viviendo las actas del Cabildo de Santiago, escritas en los siglos dieciséis y diecisiete, pero no las cartas que Ud. envía en papel a sus hijos, esperando que así perdurarán más. Se borrará todo, no quedará memoria de nada: no sobrevivirán registros de nuestras costumbres, de nuestros usos cotidianos. No nos recordará nadie; será como si no hubiésemos existido. Ya no habrá epistolarios de ésos que alguien descubre, por azar, en un viejo entretecho: los computadores son reciclados, los discos duros se dañan y se vuelven ilegibles, el papel se corrompe, todo se pierde.
#04-foto-2No nos queda más que volver al uso de la memoria, gracias a la cual se conservaron por siglos los poemas de Homero que, como Ud. habrá de saber, memorizaban los rapsodas  ayudados por ciertas técnicas de los cantos, en que a intervalos se repetían fórmulas fáciles de recordar. Pero, entre nosotros, la memoria tiene mala prensa. “Tonto memorión”. A los niños y adolescentes se les pide que no aprendan nada de memoria. Una de nuestras alumnas colombianas, en cambio, era capaz de recitar, en el castellano más dulce y cadencioso que es dable oír en el ámbito de nuestra habla, largas poesías que se había aprendido de niña.

No se haga ilusiones: la luz de las pantallas de sus adminículos “de última generación” lo dejarán, tarde o temprano, tan ciego como Homero. La única salvación que la vida pone hoy a disposición de Ud. es aprender de memoria algunos salmos que le darán vigor para enfrentar la muerte y los versos más queridos, aquéllos que, como los de Esteban Manuel de Villegas, lo sostendrán en sus últimos días.