Orfandad política

Manfred Svensson | Sección: Política, Sociedad

#03-foto-1Como pocas veces, durante las últimas semanas, miles de chilenos concurrieron al Servicio Electoral para desafiliarse de partidos políticos. En parte se trató por supuesto de una respuesta al escándalo de las inscripciones falsas en los mismos. Pero también se trató de más que eso: no conozco personalmente a nadie que haya sido víctima de la falsa inscripción, y sí a muchos recientes desafiliados. Si hubo, como dicen, una repolitización de Chile desde el 2011, ciertamente ella no se ve reflejada en las vías convencionales de participación política. Ha crecido el número de los políticamente huérfanos.

Algo de esta desafección hay desde luego siempre: las quejas de la ciudadanía por inadecuados candidatos y por pobre discusión pública son tan viejas como la democracia misma, y no es nada inusual que acaben afectando al conjunto de los partidos. Pero no debe tranquilizarnos con demasiada prisa la idea de que siempre ha sido así. Hay algo nuevo en el horizonte, y es la cantidad de información con que cuenta la ciudadanía. Se podrá decir todo lo que se quiera respecto de la calidad de dicha información, respecto de la seriedad o imparcialidad con que se practica el periodismo investigativo. Pero el hecho es que la ciudadanía tiene información más abundante, y ella obliga a hacerse cargo. Mientras en lugar de responder a tales mensajes la clase política responda matando al mensajero, los huérfanos no pueden sino ir en aumento.

Pero hay otro tipo de orfandad política, de causas tal vez más profundas, y que puede tener algo de promisorio. Huérfanos están no sólo los que anhelan justicia y sienten dicho anhelo defraudado en el conjunto de los partidos; huérfanos están también quienes entienden la justicia (o cualquier otra noción relevante) de un modo que no es recogido por ninguna de las corrientes predominantes de pensar sobre nuestra vida pública. No pienso tanto en los votantes de Velasco. Estos pueden estar ante una momentánea orfandad, pero su liberalismo se encuentra bien articulado a lo largo y ancho de nuestro sistema político. Hay otros, sin embargo, condenados a una orfandad más duradera.

Ella no es un fenómeno inusual. Kolakowski, quien defendía una peculiar manera de entenderse como liberal-conservador-socialista, sabía que nunca existiría la Internacional que defendiese la conjunción de estas tres categorías que él proponía. Más cerca de nosotros, la orfandad es creciente entre muchos de quienes tanto en la derecha como en la izquierda describirían su propia identidad apelando a alguna categoría como el pensamiento socialcristiano. No es que de una categoría como ésa se siga alguna política pública de modo evidente, de un modo que espontáneamente aglutine a sus adherentes en una u otra parte del espectro político. Pero la noción sí transmite algo de unión en torno a ciertas ideas básicas harto más sustantivas que un vago “centro”; más sustantivas, digamos, de lo que podría haber en los guiños de un Larraín o Allamand a la DC.

Este tipo de orfandad —la orfandad no por simple desazón, sino precisamente por tener ciertas convicciones robustas—, sin duda, es más promisoria que la de los huérfanos de toda convicción, la de los meramente defraudados o antisistémicos. Pero está lejos de estar claro qué tendría que ocurrir para que quienes se encuentran en este tipo de orfandad pasen de la promesa al cumplimiento, para que constituyan un aporte más sustantivo a la revitalización de nuestra vida pública.

 

 

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por La Segunda.