La fe es una luz

José Miguel Ibáñez Langlois | Sección: Religión

#03-foto-1La Carta Encíclica Lumen Fidei -la luz de la fe- es la última de Benedicto XVI, que escribió el borrador, y la primera del Papa Francisco, que dice haber añadido solo algunas aportaciones. Se recordará que Benedicto había dedicado sendas encíclicas a la caridad y a la esperanza, y que emprendió esta tercera para cerrar el ciclo de las tres virtudes teologales, en el contexto del Año de la Fe. Entre muchos otros aspectos, la actualidad de esta carta se percibe bien en su diálogo con autores modernos como Nietzsche, Rousseau, Dostoievski, Newman, Wittgenstein o Eliot, tendencia común a uno y otro Papa.

El documento pontificio dirige a los fieles una urgente llamada a “recuperar el carácter luminoso propio de la fe”, en un mundo que a menudo la asocia con la oscuridad y le atribuye la condición de un sentimiento ciego e irracional, siendo que ella, en el claroscuro de sus misterios, alumbra como ninguna otra luz la existencia humana (es el “¡ahora entiendo!” de los conversos); mientras que, en sentido contrario, la razón autónoma no ilumina lo suficiente nuestro futuro y nos deja en pleno temor de lo desconocido.

Esta encíclica nos recuerda cómo, en las grandes catedrales góticas, la luz llega del cielo a través de vidrieras que representan episodios de la historia sagrada. Esta metáfora inicia un recorrido histórico de la revelación divina, que va desde Abraham hasta Jesucristo. Se lamentaba Rousseau: “¡Cuántos hombres entre Dios y yo!. Pero el sentido de los mediadores humanos no se puede comprender desde una concepción individualista de la vida. La fe no es una relación exclusiva entre el propio yo y el Tú divino: se da en la historia humana, en el “creemos” de una gran comunión. El creyente ve la historia de Jesús como la manifestación plena de la confiabilidad de Dios, más aún, como la autorrevelación de Dios en la Tierra.

Me consolidaré en Ti, en tu Verdad”, escribe San Agustín en sus Confesiones. La fe sin verdad no salva. Sin ella, sería o bien una bella fábula, una leyenda consoladora, o bien un sentimiento hermoso, cambiante como lo son nuestras emociones. Pero más allá de la imaginación o de la afectividad, la fe pertenece a la inteligencia. Por eso esta encíclica nos llama a recuperar la conexión absoluta de la fe con la verdad, en una época de crisis de la verdad, que tiende a aceptarla solo en su forma tecnológica: sería verdad lo que el hombre mide y construye con su ciencia, y lo sería porque funciona y hace más cómoda la vida.

En cambio, la verdad a secas se asocia con los grandes totalitarismos del siglo pasado: una “verdad” que se imponía para aplastar la historia concreta del individuo. Pero la fe no se impone, no es intransigente, no hace arrogante al hombre: lo hace humilde, sabiendo que, más que poseer la verdad -sentirse “dueño de la verdad absoluta”, como dice el tópico-, es ella la que abraza y posee al creyente, creando así un espacio abierto al diálogo con todos (salvo que para poder dialogar se exija la condición previa de no creer en nada).

Llegamos así a la relación entre verdad y ciencia, destinadas a reforzarse la una a la otra, como explica Juan Pablo II en la Fides et Ratio. La Lumen Fidei añade una consideración muy hermosa: la luz de la fe no es ajena al mundo material: es una luz encarnada, que invita al científico a abrirse a horizontes más amplios, a no reducirse a sus fórmulas, a maravillarse con el misterio de la creación.
#03-foto-2A su vez, la proyección de la fe cristiana sobre la sociedad ha sido y es vastísima, a partir del descubrimiento de la dignidad única de la persona humana, que no era tan evidente en el mundo antiguo. El primer ámbito que la fe ilumina en la ciudad de los hombres es la familia, fundada en el matrimonio estable entre un hombre y una mujer, llamados a unirse en una sola carne y a engendrar una vida nueva. A su vez, para los hijos la primera escuela de la fe es su familia, donde aprenden a fiarse del amor de sus padres.

Por último, a partir de la divina providencia, de la cruz de Cristo y de la vida eterna, la fe es capaz de dar un sentido último al sufrimiento. El cristiano sabe que siempre habrá dolor, pero que puede encontrarle sentido, puede convertirlo en un acto de amor y de entrega confiada en las manos de Dios. Él no da al hombre que sufre un razonamiento que lo explique todo, sino que lo cubre con una presencia amorosa que lo acompaña y que abre en el dolor un resquicio de luz.

En fin, la pluralidad temática de la Lumen Fidei es tan grande, que me debo contentar con estas notas mínimas, invitando al lector a adentrarse más ampliamente en toda su riqueza.

 

 

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio de Santiago.