Piedad con los inocentes

Leonardo Bruna Rodríguez | Sección: Sociedad

En carta a El Mercurio del 17 de mayo, suscrita por los demás embajadores de la UE residentes en Chile, Don Rafael Dochao celebra el Día Internacional contra la Homofobia y reafirma el “fuerte compromiso de la UE para que todas las personas lesbianas, gays, bisexuales, transgénero e intersexo (LGBTI) puedan gozar ampliamente de sus derechos (que son también derechos humanos) sin discriminación alguna”. Dice que trabaja con organizaciones LGBTI para “generar conciencia sobre sus derechos”, diseñan un “sistema de vigilancia de los casos de discriminación por orientación sexual e identidad de género” y “apoyarán campañas de información (en escuelas y universidades) sobre los derechos de las personas LGBTI”. Termina haciendo votos por el reconocimiento real y efectivo del “principio de no discriminación por orientación sexual o identidad de género”.

Ante tamañas afirmaciones, claramente no exclusivas de la persona citada sino cada vez más comunes entre grandes representantes de la política y de la cultura en general, quisiera decir lo siguiente: Impresiona la soltura y completa ausencia de pudor en la afirmación, por una parte, de que la persona humana tiene derecho a realizar actos sexuales antinaturales y, luego, en la exigencia de que no se juzgue aquello como malo, como si hacerlo fuese violar un principio ético, algo así como una inmoralidad e incluso una ilegalidad merecedora de pena como verdadero delito.

¿En qué ley se funda semejante derecho? Ciertamente no en la ley natural que prohíbe lo contrario a la naturaleza humana. Y si lo afirman en una ley positiva, pregunto, ¿puede una ley humana hacer legítimo lo que es intrínsecamente malo por ser antinatural? ¿O basta que alguien, o muchos o todos quieran y realicen ciertos actos, los que sean, para que la fuerza de la “realidad” exija reconocerlos como un derecho? Ciertamente no parece razonable. Es derecho de una persona, y exigible por ella, lo que se le debe en virtud de su naturaleza y dignidad personal, o aquello fundado en alguna ley positiva que será legítima en cuanto emane de la autoridad y no transgreda el orden de la naturaleza humana.

El acto homosexual no es un derecho, no es lo debido según la naturaleza humana. Nadie tiene derecho a esos actos, y no lo tiene por la misma razón de que nadie tiene derecho a mentir, a robar, etc. No existe el derecho a violar el orden de la naturaleza y menos a declarar lícito y promover lo antinatural. De hecho caemos y obramos al margen del orden natural (mentimos, robamos, etc.), pero no tenemos derecho a ello. Y por ello nadie tiene derecho a que los demás reconozcan y acepten como legítimos sus actos objetivamente contrarios al orden de la naturaleza. Si por no discriminación del varón o de la mujer homosexual se entiende que se le debe reconocer su dignidad personal y tratarlo como el sujeto de derechos que es, y que nunca es lícito hacerle daño o privarlo de sus legítimos derechos por su particular condición, está muy bien porque es lo debido. Pero si con ello se pretende que sus actos homosexuales (independientemente de su dimensión subjetiva, que a nadie salvo Dios le compete juzgar) sean reconocidos como legítimos, como algo a lo que tiene derecho, entonces es evidente que no se puede aceptar. Y cuando se trata de “educar” a niños y jóvenes en la conciencia de que esos actos son normales, legítimos y, más aún, objeto de derechos humanos, no solo es inaceptable sino que además de ira debería producir el inmediato rechazo y resguardo, por parte de la autoridad (paterna, eclesiástica y civil), de la inocencia y salud moral de aquellos de cuya honesta formación es responsable. Escandalizar a un niño, destruirle los principios de la vida honesta deformando su conciencia moral, es una gravísima violación de sus derechos. Como siempre, negada la ley natural, los más fuertes aplastan a los más débiles. Y en nombre del derecho.

Es comprensible que se busque la aprobación externa de las conductas desordenadas, cuando ya se produjo internamente la adecuación de la propia conciencia a los actos desordenados que no se pudo dejar de evitar. Sí, es comprensible porque todo hombre busca la unidad y es un mal estar dividido. También es comprensible la incapacidad de muchos de ver inmediata y sencillamente lo que está mal, esa pérdida generalizada del sentido común (stultitia la llamaba san Pablo) tan propia del mundo actual. Es incluso comprensible el silencio de los que sabiendo prefieren callar y no hacer lo debido para no contrariar al mundo y con ello conservar privilegios y, en algunos casos, el propio trabajo. Es comprensible, pero no es justificable. No es justo escandalizar a los inocentes. Somos responsables, cada uno según su estado, de resguardar la conciencia del bien y del mal en los niños que se están formando. Ciertamente en todos los ámbitos de la vida, pero especialmente en aquellos que, como la sexualidad, determinan de modo tan radical la felicidad de la persona y la integridad de la vida social.