Asalto con machetes
José Luis Widow Lira | Sección: Política, Sociedad
“Asalto con machetes en el botánico” era el titular de un diario regional hace algunos días atrás. Se refería a un asalto en el Jardín Botánico de Viña del Mar –el antiguo Parque del Salitre–, muy conocido y querido por los habitantes de la zona, porque no hay familia que no haya ido a pasear por sus senderos y a darle comida a los patos y gansos del estanque. El asunto es que cuatro asaltantes amenazaron con una escopeta y con machetes a un guardia para robarse una caja fuerte con $170.000. Pedro Gallardo, el Director del Jardín, dijo que “es primera vez que nos toca vivir algo así, con tal violencia, por lo mismo es que reforzaremos nuestras medidas de seguridad para evitar este tipo de situaciones”.
¿Por qué traigo a colación este asunto, siendo que es uno más de tantos titulares que llenan las páginas de la prensa sobre crímenes de toda índole? Simplemente, porque al leer el titular en el diario que colgaba en un quiosco se me vinieron a la cabeza algunas reflexiones muy simples que tienen que ver con los fundamentos de nuestra vida política.
Una sociedad tiene una vida política sana en la medida en que la savia vital que la anima corre primero por las raíces, para que desde ellas, luego, se reparta por todo el resto del árbol. Esas raíces son la vida familiar y de barrio. Si no hay salud en éstas dimensiones más reducidas de la vida humana es imposible la salud en la ciudad o de la comunidad política completa. Si no hay salud en lo pequeño, menos hay en lo grande. La razón es simple, la materia de la vida política es aportada por estas comunidades simples y básicas.
¿Y qué tienen que ver los machetes con esto? Simple: son el reflejo de un círculo vicioso de destrucción. Los machetes por un lado abundan, porque la vida de familia y de barrio está destruida y, por el otro, ellos mismos ayudan a impedir, aún más, esa vida de familia y de barrio.
El terrorismo ideológico practicado inmisericordemente por los seguidores del marxismo –sea desde el Estado, sea contra el Estado– tenía un objetivo muy claro: atomizar mediante el temor a la sociedad y, así, lograr un control mayor que resultaba de la desaparición de los lazos naturales entre las personas y comunidades menores, en base a las que la sociedad se defiende de los ataques intestinos que sufre. Hoy día, algo de esto se da por el problema de la violencia del crimen. Veamos en qué sentido.
Cuando yo era chico, y mis padres me llevaban junto a mis hermanos al Jardín Botánico, corríamos por todos lados sin más restricciones que la acostumbrada advertencia paternal de ¡tengan cuidado! Mi señora me cuenta lo mismo (lamentablemente no nos topamos y nos vinimos a conocer muchos años después). Los niños corrían solos por todos lados. Hoy, no se puede dejar perder de vista, porque en un abrir y cerrar de ojos puede pasarles cualquier cosa. Desde que les roben las zapatillas o el abrigo, que abusen sexualmente de ellos o que simplemente los maten sea por las zapatillas, sea por el abuso sexual. Lo que trato de decir es que el crimen hoy día es de una violencia inusitada. Robos siempre han existido –aunque tiendo a pensar por simple experiencia que hace cuatro o tres décadas eran menos–, pero la disposición a herir o matar por parte del criminal ha aumentado de un modo pavoroso. Como decía, te pueden matar a tiros o machetazos por un par de zapatillas, por un celular, por “un par de lucas” o por un cigarrillo.
¿Cuál ha sido la reacción? Enclaustrarse. Quien puede, sube los muros de su casa o electrifica el perímetro. Quien no, debe arreglárselas para, mostrando casi tanta disposición a la violencia como el criminal, disuadirlo de cualquiera mala idea que tenga.
El resultado es que tenemos una vida de barrio que se nos hace imposible por el temor de ocupar los espacios comunes. Sólo estamos tranquilos al interior de la propia casa, y aún en ella muchas veces, no. Esta inseguridad puertas adentro es más dramática en los sectores más pobres de las ciudades. Pero aún hay otro problema: muchas veces la casa familiar simplemente no existe. Aunque haya una casa común, en ella cada cual termina rascándose con sus propias uñas, abandonado en su soledad. Pero muchas veces, demasiadas veces, ni siquiera existe esa casa común.
Entonces, entre una familia reducida a su mínima expresión y una vida de barrio imposible, lo político aparece como una dimensión de la vida comunitaria extravagante e hiperdimensionada ajena por completo a la existencia concreta de esos individuos sin raíces. Así la vida política aparece como aquella de la que todo depende, pero que finalmente nada hace.
No es raro que ese individuo sin raíces, que no ha tenido una educación forjada en la calidez afectiva de un hogar, pobre o rico, al cual además se le machaca todo el día su “autonomía moral” desarrolle tendencias desordenadas que se van a manifestar, muchas veces, con la violencia propia del que está habituado a seguir su instinto sin que se le pongan obstáculos.
Vivimos una extraña paranoia: pensamos que podemos llegar a gozar de un orden político razonable mediante leyes que rigen las conductas públicas de los ciudadanos, al mismo tiempo que les decimos que pueden vivir como deseen en su vida privada. ¿Por qué milagro quien ha sido educado de manera tal que no tiene límites en su vida privada, de pronto una ley va a impedirle que de rienda suelta a sus impulsos más espontáneos?
No va a ser posible vivir una vida política sana si se renuncia a educar según el orden natural de las cosas humanas, y si, por eso mismo, se destruyen las instituciones en las que esa educación se desarrolla primeramente: la familia y el barrio.
Los delincuentes del Jardín Botánico asaltaron a punta de machetes. Pero hay un macheteo peor: es el que ha sufrido la familia, el barrio y la educación. Muchísimo más allá de sistemas binominales o proporcionales o de constituciones así asá, mientras este asalto a machetazos continúe, pienso que no habrá posibilidad ninguna de renovar y revivificar nuestra vida política.




