Más allá de algunos números del Censo

José Luis Widow Lira | Sección: Familia, Política, Sociedad

Tenemos los resultados finales del Censo que se realizó el año 2012. Aunque falta aún introducir las correcciones de manera de incorporar en los números finales a aquellas personas que por algún motivo no fueron censadas. Imagino que se hará en base a una estimación estadística.

16.634.603 son los chilenos contados hasta ahora. Esta cifra debiera subir algo cuando se haga la corrección señalada. La tasa de fecundidad de 1,45 niños por mujer en período fértil está lejos de permitir el reemplazo de la población actual. Esto significa que el crecimiento se explica por factores distintos del nacimiento de niños: la mayor longevidad, la inmigración.

Las consecuencias de la falta de niños son muchas y por todos conocidas. Por ejemplo, hay consecuencias económicas que se siguen de la mayor edad de la fuerza laboral. Hay consecuencias sociales por el cierre de establecimientos educacionales o aún por el despoblamiento total de pueblos. Hay consecuencias político-estratégicas en tanto la falta de mayor población se expresa más fuertemente en regiones extremas. En fin, se pueden enumerar muchas de estas consecuencias. Pero la verdad es que humanamente son poco o nada relevantes. No se tiene hijos para que la economía funcione mejor, ni para evitar el cierre de establecimientos educacionales ni para sortear la desaparición de un pueblo o para atender a objetivos político-estratégicos.

Lo que explica que la gente tenga hijos es mucho más sencillo: el amor por esas nuevas personas, a lo que se suma la generosidad para engendrarlos, traerlos al mundo, mantenerlos y educarlos. Generosidad, porque como todos saben, tener niños, por mucha alegría que traigan, implica una carga grande en recursos económicos, en tiempo, en paciencia, en dedicación.

Ya sé que hay “hijos accidentales” que no son el resultado de un amor que los buscó y quiso, sino que más bien son la consecuencia indeseada de un pasajero momento de pasión. ¿Cuántos de los niños que hoy nacen en Chile no son fruto del amor de sus padres, sino de esa simple y fugaz calentura? También sé que hay niños que sin ser accidentales, no son fruto, sin embargo, de un amor que sus progenitores tengan directamente por ellos, sino más bien son el resultado de aquellos adultos que no tienen más capacidad que la de amarse a sí mismos: son –si se me permite la sutileza– los que quieren tener niños porque quieren ser padre o madre, en vez de ser padres o madres porque quieren niños. Es sabido que cuando esto sucede, los niños suelen terminar siendo una suerte de mascotas a las que se les dedica atención en la exacta medida en que no resulten demasiados gravosas.

Pero a lo que me refiero ahora, cuando afirmo que la razón de que se tenga niños es el amor y la generosidad, es a que únicamente estas dos cosas son las que tienen como resultado, primero, una cantidad de niños suficiente como para que una sociedad crezca a buen paso y establemente en el tiempo y, segundo, unos niños que reciben las mejores condiciones para su desarrollo humano. En efecto, cuando los padres son capaces de amarse no sólo a sí mismos, aún ni siquiera sólo entre ellos, sino que su amor está abierto a la generación de nuevas vidas porque en éstas se descubre y aprecia un bien ilimitado, un nuevo ser hecho a imagen y semejanza de Dios y que es para Dios, entonces, están dispuestos a que sean muchos y también a crearles las mejores condiciones para su educación. Condiciones en las que esos niños puedan lograr un buen desarrollo espiritual, intelectual, moral, afectivo, corporal y económico.

En esta perspectiva, los números del Censo de 2012 parecieran revelar una tragedia: los chilenos hemos perdido la capacidad de amar a los niños. El que ya ni siquiera tenemos suficientes niños como para reemplazarnos a nosotros, los de las generaciones ya maduras, no es más que el síntoma trágico de adultos que no hemos sido capaces de amarlos.

¿Por qué esa incapacidad de amar a los niños? Para responder esta pregunta no tengo a mano encuestas o concienzudos estudios estadísticos, sino sólo la experiencia directa y desnuda. La incapacidad de amar a los niños no se produce por una absoluta incapacidad de amar. En realidad, el hombre tiene una siempre sorprendente capacidad de amar. Pero junto con eso, pareciera que la calidad de su amor depende mucho de aquello hacia lo que lo apunta. La calidad de su amor pareciera depender de qué jerarquía se establece entre los variados amores. Así, por ejemplo, quien se ama a sí mismo por sobre todas las cosas, inevitablemente no verá en los niños más que un instrumento de su propio bienestar. No será raro que vea en ellos más un obstáculo que un bien: no kids, no problems. Quien ama con desmesura el éxito profesional y económico, evidentemente que estará dispuesto a restringir por ese motivo el número de niños. Quien ama su libertad entendida como ausencia de responsabilidades, estará poco inclinado a tener niños. Quien ama excesivamente su tiempo libre, no tendrá tiempo para cuidar niños y, en consecuencia, los evitará.

Los chilenos no hemos dejado de amar, pero creo que nuestros amores son pobres, pues los hemos dirigido a los objetos equivocados, porque no valen la pena los desvelos que llegan a provocar. Hemos dirigido nuestros amores a esas cosas que con toda seguridad se han de perder, al menos en el momento de la muerte: no es posible llevarlas con uno a la otra vida. Los, niños en cambio, no se quedarán acá. Algún día, si así Dios lo quiere, nos reuniremos todos –los niños de antaño, los de hoy y los de mañana– en el hogar celestial. Y el banquete que en ese hogar habrá, bien merece que nos preocupemos de que sean muchos los comensales que puedan llegar.

La otra razón por la que, pienso, no tenemos niños es porque casi no tenemos cosas de valor que entregarles. Cuando se ama con desmesura aquello que no alimenta el alma, cuando se valora sólo lo de fuera y el alma queda convertida en un páramo, casi lo único que queda para transmitir a los niños son esos bienes que se agotan en la inmediatez del consumo. Los bienes del alma, esos que se transmiten en la convivencia y la conversación afectuosa, han ido desapareciendo de nuestro horizonte. Lo malo es que son esos bienes los que nos hacen tener una verdadera historia humana. Son esos los bienes que nos sitúan en una verdadera comunidad humana formada por antepasados y contemporáneos. Son esos bienes los que nos traen a la consciencia el hecho de que no estamos en este mundo para mirarnos el ombligo. Son esos los bienes que nos hacen formar parte de una historia común que nos da identidad. Son esos los bienes los que hacen del viejo no una carga, sino un querido abuelo. Son esos los bienes los que nos recuerdan que los nietos no significan sólo desorden, sino también vida. Porque es una verdad gigante, por mucho que se la quiera ocultar, que una vida es verdaderamente humana sólo cuando se inscribe en la gran tradición de una comunidad, es decir, en esa comunidad en la que se transmite de generación en generación el amor y el conocimiento afectuoso por esos otros miembros de una familia sin la cual uno no sería quien es. El resultado es que quienes beben de esa tradición, naturalmente quieren transmitirla a nuevas generaciones: tienen hijos. Si se quiere expresar de otra manera, tienen niños aquellos que tienen una historia vital sustanciosa y sabrosa que contar. Tienen niños aquellos que tienen cuento. Probablemente hoy día, como decía un muy buen amigo, no tenemos niños, porque no tenemos cuentos que contarles.