Conciencias compro
Federico García Larraín | Sección: Política, Sociedad
Si mis fuentes no se equivocan, más de algún diputado votó a favor de la destitución del ministro de Educación en contra de su convicción personal, sobre los Senadores no tengo información, mis fuentes no llegan tan arriba. Ahora, quienes votaron así, lo hicieron por orden del Partido, pero no por fe en el Partido (“Die Partei hat immer recht” cantaban los jóvenes en la República Democrática de Alemania Oriental), sino porque de no cumplir la orden partidaria –siempre se conserva la libertad de desobedecer si uno está dispuesto a sufrir las consecuencias– arriesgaban perder el apoyo del partido, vital para ganar la próxima elección.
Esto nos lleva a plantearnos el tema de fondo: por qué un hombre vende su conciencia, por qué llega hace algo que cree y sabe que está mal, por qué llega a valorar algunas cosas más que su propio ser íntimo. En este caso particular, además, podemos preguntarnos para qué quiere conservar un puesto que no usa para promover su visión de lo que es bueno para el país, y por qué pertenece a un partido político que no respeta su conciencia. En otras palabras, la pregunta es dónde está el límite, la línea, donde se dice “basta”, “con esto no transo”, “por esto sí vale la pena perder, irse a pique, pero con la bandera al tope”. Un pequeño ejemplo, que ilustra la cuestión, es lo que le ocurrió al historiador Anglo-Francés Hillaire Belloc, cuando fue candidato al Parlamento Inglés: habiendo un grupo de posibles electores que objetaban sus convicciones religiosas, les dijo Belloc que si ellos no querían elegirlo tal como era, a él tampoco le interesaba representarlos. Salió elegido.
Vender la conciencia no es cosa pequeña, es venderse entero en una esclavitud más opresiva que la del cuerpo. Se puede entender que algunos vendan el alma cuando ya no queda nada para alimentar el cuerpo: no es el caso de nuestros parlamentarios. El asunto es el poder, y el miedo a perderlo. Pero la pregunta sigue: para qué ese poder, si ni siquiera asegura que se es señor de uno mismo. Muy pobre e impotente es el que llega a ese extremo, y sin embargo, parece que ese tipo de hombres abunda en el Congreso. En otra época se les habría negado el llamarse hombres, pero ese tipo de consideraciones puede ofender a más de un lector sensible.
En todo caso, no es nuevo el hecho que los políticos sean influenciables por miedo, presión, mentalidad de grupo u otros factores. Pero los votos en contra de la propia conciencia mandan una poderosa señal negativa los electores; el prestigio perdido de la política no se recupera con primarias y afiches de campaña. Si alguno se opusiera al partido seguramente se hundiría, pero en este momento crucial para la política chilena alguno puede mostrar que todavía quedan en ella personas honorables, capaces de independencia (o, por el contrario, confirmarnos en la impresión que vamos rápidamente por el camino de los países poco serios). Aquel salvaría algo más que su conciencia y su hombría.




