Políticas de reconocimiento
Daniel Mansuy | Sección: Historia, Política, Sociedad
Para enfrentar el conflicto indígena, el Presidente Piñera anunció el reconocimiento constitucional y la creación de un consejo de pueblos originarios. Como de costumbre, el gobierno aparece reaccionando, lo que autoriza algunas preguntas: ¿estos anuncios son fruto de la reflexión o de la improvisación? ¿Tiene el gobierno un proyecto elaborado capaz de dar respuesta más o menos integral al problema mapuche? Es cierto que es difícil dar con respuestas adecuadas a problemas tan hondos, pero en este tema todo atajo se paga muy caro.
En principio, puede decirse que la política de reconocimiento satisface una aspiración legítima y, en ese sentido, no cabe criticarla por ser simbólica: justamente allí reside su mérito. Por de pronto, esta política implica el abandono del liberalismo clásico, porque importa asumir que hay derechos y deberes colectivos que no pueden explicarse a partir del individuo aislado. “Reconocer” supone asumir que nuestra historia y nuestra identidad narrativa pueden (y deben) jugar un rol en la articulación política de nuestras libertades. El individuo titular de derechos escondido tras un velo de ignorancia nos dice muy poco sobre nosotros mismos, y de hecho, nos impide ver nuestra deuda objetiva con el pueblo mapuche.
Reconocer también tiene riesgos. Desde luego, supone separar a unos de otros en base a criterios raciales, obviando el mestizaje, que es quizás el fenómeno explicativo de Chile. Un reconocimiento mal manejado puede terminar complicando aún más la integración, porque tenemos dos deseos antinómicos: queremos reconocer a los mapuches en su singularidad al mismo tiempo que queremos erradicar toda diferencia en el trato. Ninguna política será exitosa mientras no resolvamos esa tensión.
Ahora bien, reconocer es un arma de doble filo. Muchos recuerdan hoy la tesis de Kojève, según la cual la historia humana es una lucha por el reconocimiento. El problema es que en toda lucha se impone el más fuerte: las batallas por el reconocimiento –no nos engañemos– no son sólo batallas morales, son también batallas de fuerza. El mundo de Kojève es la guerra de todos contra todos.
Para salir de esa situación poco amistosa tenemos que contar con criterios racionales, que nos permitan distinguir las demandas legítimas de las otras. Una pregunta sencilla puede servir para ilustrar la dificultad: ¿estamos dispuestos a darle un reconocimiento a algún otro grupo?, ¿o la lista se acaba aquí?, ¿por qué? Debemos ser capaces de explicitar las razones por las cuales nos parece justo reconocer al pueblo mapuche o a los pueblos originarios en general, porque ni el sentimentalismo ni el discurso políticamente correcto son argumentos suficientes.
Estas preguntas nos llevan a otra consideración: la multiculturalidad puede ser tanto una riqueza como una bomba de tiempo, y no nos haría mal mirar la experiencia comparada. En Europa, los esfuerzos “multiculturales” han fracasado, porque llaman a cada grupo a vivir su propia singularidad sin generar espacios comunes: lo multicultural puede ser una ocasión de encierro más que de encuentro. En el fondo, el reconocimiento sólo tiene sentido si es algo más que una reacción a la coyuntura, pues debe ir acompañado de una idea clara de lo que vamos a poner en común. Y allí, me temo, andamos bien perdidos.
Nota: Este artículo fue publicado originalmente por La Tercera.




