Corte Interamericana y derecho a la vida del concebido
Hernán Corral Talciani | Sección: Política, Sociedad, Vida
La Corte Interamericana de Derechos Humanos ha notificado a Costa Rica de la sentencia por la cual se la condena por haber prohibido la fecundación in vitro. La Corte argumenta latamente sobre los derechos que tendrían las parejas para recurrir a la reproducción asistida y sólo al final aborda el problema de fondo: ¿qué sucede con el derecho a la vida de los embriones que se desechan o pierden en estas técnicas?
La Corte debía fallar conforme a derecho, que en este caso es la Convención Americana sobre Derechos Humanos o Pacto de San José de Costa Rica. Este tratado es uno de los instrumentos internacionales que con mayor fuerza protege la universalidad de los DD.HH., incluyendo expresamente a los concebidos que aún no han nacido. Dispone que “persona es todo ser humano” (art. 1); declara que “toda persona” (es decir, todo ser humano) tiene derecho a la vida; agrega que el derecho a la vida “estará protegido por la ley y en general a partir del momento de la concepción” y termina conminando que “Nadie (ningún ser humano) puede ser privado de la vida arbitrariamente” (art. 4.1).
Alguien puede sostener que la Convención está equivocada y debería reformarse, pero nadie debería dudar que una interpretación leal de estos textos lleva a concluir que el niño desde la concepción es persona (es ser humano), tiene derecho a la vida (corresponde a toda persona) y este derecho debe ser protegido desde el mismo momento en que el óvulo es fecundado por el espermio (concepción).
La sentencia escamotea estos preceptos recurriendo por arte de magia a lo que denomina “interpretación evolutiva” y que funda en la cita parcial y, en muchos casos sesgada, de sentencias de otros tribunales dictadas bajo el imperio de textos diferentes del Pacto de San José. El tribunal llega a la conclusión de que el embrión humano no es persona, que no tiene derecho a la vida y que la concepción se da no con la fecundación, sino con la anidación o implantación de la criatura en el útero (¿?).
Contradiciendo estas mismas conclusiones, sostiene que el concebido goza de una protección “gradual o incremental según su desarrollo, debido a que no constituye un deber absoluto e incondicional (la protección de su vida), sino que implica entender la procedencia de excepciones a la regla general” (Nº 264). Pretende asilarse en la expresión “en general” que contiene el art. 4.1, cuando ordena la protección de la vida desde la concepción.
Como sostiene lúcidamente el voto disidente del juez chileno Eduardo Vio Grossi, esa lectura es contraria al espíritu e historia de la norma. Vio Grossi precisa que la dicción “en general” fue establecida para denotar que la protección de la vida “debe ser ‘común’ para el nacido y el que no es aún, consecuentemente, no procede hacer distinción, en este aspecto, entre ellos, ‘aunque sean de naturaleza diferente’, dado que ‘constituyen un todo’, en ambos hay vida humana, hay un ser humano, una persona”.
Es comprensible que los médicos que promueven la reproducción asistida celebren este fallo que condena a un Estado que se había atrevido a prohibirlas. Pero más allá de esta cuestión particular, la doctrina que la Corte construye acerca del estatuto jurídico del embrión humano pone en riesgo el respeto a la vida y la cultura de los derechos humanos universales que impera en los países latinoamericanos. Desconociendo los preceptos del Pacto de San José, la Corte deja en la indefensión a los seres humanos no nacidos frente a los más graves atentados: píldora del día después, aborto legal, eugenesia, clonación, experimentación embrionaria, etcétera.
Si se une este fallo al del caso Atala, en el que la Corte abundó en argumentos en pro de reconocer como familia a las uniones homosexuales, puede comprobarse que este tribunal se ha apartado de su misión fundamental; y, al menos en su actual conformación, está propendiendo a imponer una agenda ideológica particular que no respeta el texto de la Convención ni el legítimo margen de apreciación de los estados. Tal tendencia plantea la interrogante de si no será necesario que Chile denuncie la jurisdicción de esta Corte para proteger más y mejor los derechos humanos de todos.
Si Colombia decidió restarse de la Corte Internacional de Justicia de La Haya por la percepción de que corría peligro de que se le cercenara alguna otra parte de su soberanía territorial o marítima, más razones habría para evitar el imperio de un tribunal internacional que puede ordenar privar de la condición de seres humanos y de personas a los más vulnerables e indefensos habitantes de la República.
Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio de Santiago.




