¿Un final feliz?

Daniel Mansuy | Sección: Familia, Política, Sociedad

El caso Atala parece haber llegado a su fin. El Estado chileno realizó un acto de reparación a quien, según la CIDH, había sido objeto de discriminación en función de su orientación sexual. A dicho acto asistieron altas autoridades de la República, y los actores políticos y sociales se felicitaron por el final feliz. No se escucharon voces disidentes: ¿cómo criticar un fallo que asegura la garantía de nuestros derechos? ¿Cómo no alegrarse de contar con tribunales internacionales que nos protejan de nosotros mismos?

Es tal la fuerza de los conceptos dominantes, que parece ocioso siquiera sugerir alguna duda: el hombre es un animal que tiene derechos. Sin embargo, esta nueva situación es más ambigua de lo que parece, y esconde dificultades que no podremos obviar.

En primer término, hay preguntas abiertas sobre el estatus de las jurisdicciones internacionales. Hace varios siglos Montesquieu propuso distribuir los poderes en función de la seguridad del individuo: el ideal liberal del filósofo francés pasa por impedir que algún órgano acumule demasiadas atribuciones. Si se quiere, es el equilibrio de poderes el que permite la libertad política. Ahora bien, eso funciona en un cuadro nacional, donde el poder judicial es un poder más, que se equilibra con los otros poderes. Pero un tribunal internacional funciona, por definición, sin contrapesos efectivos o conocidos, porque está más allá de la polis.

Ahora bien, los defensores de la justicia internacional aseguran que ésta busca solamente proteger derechos humanos básicos sin inmiscuirse en legítimas discusiones internas. Esa afirmación contiene, empero, una falacia implícita: la de suponer que puede definirse lo justo con independencia de lo bueno. Es imposible proteger derechos humanos sin realizar juicios morales sobre situaciones humanas y, de hecho, ¿qué es la discriminación sino un problema moral?

La teoría de los derechos esconde con frecuencia la intención de imponer una determinada (y legítima) visión moral haciéndola pasar por una mera garantía de derechos, sin atender a la pluralidad política de las sociedades contemporáneas. Al afirmar, por ejemplo, que “los tratados de DDHH son instrumentos vivos, cuya interpretación tiene que acompañar la evolución de los tiempos y las condiciones de vida actuales” (n. 83) la CIDH no sólo asume un punto de vista progresista que no todos los chilenos comparten, sino que, además, se erige en creadora de normas jurídicas que pueden tener tanta amplitud como ellos decidan: no es seguro que Montesquieu lo hubiera considerado como un avance de las libertades. En cualquier caso, no se trata ya de un poder neutral.

Para decirlo de otro modo, no puede haber teoría de la justicia sin filosofía política. La resolución de todo conflicto humano exige valorar los distintos bienes en juego, y eso no puede hacerse desde una concepción abstracta de justicia. Peor, las situaciones humanas rara vez aceptan una sola salida correcta, justamente porque tenemos distintas concepciones del bien: no hay algo así como un régimen mejor absolutamente hablando. En ese sentido, sería  más sano discutir directamente esas concepciones, y no intentar ganar por secretaría amparándose en una falsa neutralidad jurídica.

 

 

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por La Tercera.