Nuevo elector, nuevo candidato

Guillermo Ramírez | Sección: Política, Sociedad

Más allá de quién ganó o quién perdió estas elecciones, lo sucedido el domingo deja interrogantes que no serán fáciles de responder. La primera de todas, por supuesto, es por qué votó tan poca gente. Fíjese que en la elección municipal pasada votaron seis de cada diez personas mayores de 18 años, y eso que habían casi 4 millones que no podían votar por no estar inscritos. Hoy esa cifra, con inscripción automática y todo, se reduce a cuatro de cada diez personas mayores de edad.

La baja participación y los resultados –tan inesperados para moros y cristianos, hay que decirlo– obligan a pensar que estamos frente a un cambio que no sólo es profundo, sino que llegó para quedarse. En efecto, esto del voto voluntario nos obliga a repensar las estrategias electorales aprendidas y aplicadas desde antaño. Piense, por ejemplo, en esta manía que tienen los candidatos de mostrarse como ganadores antes del conteo de votos. Esa estrategia –para animar a los adherentes y cautivar a los indecisos– con voto voluntario se transforma en una peligrosa arma de doble filo que puede causar exceso de confianza en adherentes e indiferencia en los indecisos. Porque si la elección ya la ganó fulano, ¿para qué me voy a molestar en ir a votar? Es como pedirle a alguien que vea un partido de fútbol en diferido del cual ya se sabe el resultado: probablemente lo vean sólo los más fanáticos.

En fin, en mis primeros pasos en política aprendí que un buen candidato es aquel que tiene una buena relación entre conocimiento y aceptación. Así, un político al que lo conoce sólo el 20% del electorado y tiene un 15% de aprobación es una mina de oro. Claro, porque basta con hacerlo conocido por el 80% del electorado para que si la relación se mantiene, tengamos un 60% de aprobación. Ese sí que es caballo ganador.

Como sea, con voto voluntario este análisis bidimensional queda obsoleto. Porque ya no basta con que la gente piense bien de uno. Ahora hay que entusiasmar a los electores para que vayan a votar. Así las cosas, a los candidatos ahora no se les va a pedir un buen programa, sino visión; ya no bastará con haber hecho las cosas bien en el pasado, se exigirá una oferta de futuro; ya no importarán tanto las competencias duras, sino también todas esas habilidades blandas de las que Bachelet es maestra y señora.

Es probable que en la Alianza algunos crean que es hora de cuchillos largos, de buscar responsables y cortar algunas cabezas. Es curioso, porque ese ejercicio le vendría mejor a la Concertación, que aún no ventila la hediondez de 20 años de encierro en La Moneda. Como sea, más que responsables, habrá que preguntarse si lo que se requiere hoy para ganar existe o no en la Alianza: ¿Hay visión? ¿Hay futuro? ¿Hay empatía?

Y para que conste: no hay nada más motivador que un líder con convicciones. Los políticos amarillos –esos buenos para salir jugando ante preguntas incómodas– irán en retroceso. La nueva moda serán las convicciones, los que sepan enarbolar sus banderas con carácter, los que inviten a seguir un ideal y no los que sigan a pie juntillas lo que dicen las –hoy tan dudosas– encuestas. A fin de cuentas, puede que el voto voluntario no haya sido tan mala idea.

 

 

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por La Tercera.