Regular todo: el estatismo de nuestros días

Germán Concha Zavala | Sección: Política, Sociedad

Antes de la caída del Muro de Berlín, una de las expresiones principales del estatismo era la negación de la propiedad privada. En la actualidad, tras el derrumbe de los socialismos reales, no es común oír discursos a favor de la estatización de los bienes (salvo, por cierto, los de algunas figuras latinoamericanas cuya impermeabilidad a la evidencia resulta sorprendente). Lo que sí existe es un coro nada despreciable (que suma nuevas voces periódicamente) en favor del aumento de la regulación.

Luego de ambos planteamientos parece existir la misma idea básica: el Estado es el que mejor sabe qué es lo que ha de hacerse con los recursos y, por ello, debe intervenir ampliamente para asegurar que ellos se empleen de manera “apropiada”.

Impresiona la fuerza de esta idea, no obstante su abierta contradicción con la experiencia y con los principios a partir de los cuales se desarrolla un orden social libre. En efecto, la historia aporta amplia evidencia de que los intentos del Estado por reemplazar los mecanismos de coordinación libre de las personas (el mercado) terminan inevitablemente en el fracaso. Además, ¿cómo se podría compatibilizar esta amplia intervención del Estado con el respeto a los derechos y a la iniciativa de las personas?

Se ha sostenido que la intervención del Estado se justifica, no obstante las objeciones expuestas, en la medida que ella buscaría ayudar a quienes tienen menos. Así, se ha dicho, el efecto perjudicial que tal intervención pudiera tener en el crecimiento de un país no sería tan negativo (o se compensaría), pues gracias a ella se estaría favoreciendo a los más pobres de dicha sociedad. Los porfiados hechos, sin embargo, muestran algo radicalmente distinto: el factor más relevante en la superación de la pobreza ha sido y sigue siendo el crecimiento económico. Por ende, cuando el Estado interviene y frena dicho crecimiento no está afectando únicamente frías cifras o estadísticas, sino que está privando a muchas personas de la oportunidad de mejorar realmente sus condiciones de vida.

Parece posible afirmar que la visión estatista sigue apuntando de manera muy especial, al igual que hace 50 años, en contra de la propiedad privada. Si antes trató de evitar que las personas fueran dueñas, hoy pretende impedir que se comporten como tales. Así, en la actualidad, ella pretende que el Estado nos diga qué podemos comer, en qué días podemos trabajar y cuánto podemos cobrar por nuestro trabajo, cuánto podemos ganar con nuestro esfuerzo antes de que se nos castigue por diferenciarnos “demasiado” del resto, y cuán exitosos podemos ser, antes de que se nos castigue por haber crecido “excesivamente”. Todo ello comparte una misma lógica: que la legislación, más que establecer reglas de juego que resguardan la libertad y los derechos de las personas, busca estructurar la sociedad según el diseño que ha determinado el Estado.

Se ha dicho que el aumento de la regulación es la única respuesta a los graves problemas que ha enfrentado la economía mundial en el último tiempo, invocando al efecto la crisis subprime de los Estados Unidos y la crisis de Europa. Lo que no se ha dicho es que la primera de ellas se originó en una intervención del Estado (en la época del Presidente Clinton), que forzó a otorgar créditos hipotecarios a quienes no estaban en condiciones de pagarlos, y la segunda fue impulsada por Estados que gastaron recursos que no tenían.

Se suele invocar, además, que se requiere un aumento de la regulación para alcanzar un sistema económico más humano, equitativo y solidario, pues, de lo contrario, él deviene en frío y cruel. Cabría preguntarse, entonces, por qué razón, año tras año, numerosos habitantes de una isla de nuestro continente, cuyo gobierno lleva más de 50 años controlando la vida de las personas para “construir una alternativa de desarrollo más humana, equitativa y solidaria”, prefieren lanzarse al océano y arriesgar sus vidas para tratar de llegar a las costas de una nación que construyó su grandeza a partir del respeto a la propiedad privada y a la iniciativa individual.

 

 

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio de Santiago.