Matrimonio homosexual, ¿qué duda cabe?

Manfred Svensson | Sección: Familia, Política, Sociedad

Una serie de eventos y declaraciones de distintos personajes públicos durante las últimas semanas han llevado a que la homosexualidad vuelva a estar en el centro de la discusión. Tales situaciones invitan al autoexamen, a revisar si se está participando de la discusión con el bien de las personas en mente. Pero invitan también al examen de los argumentos, a revisar el estado de la discusión nacional. Eso obliga, por supuesto, a concentrarse en algún punto específico de la discusión, y el más sustantivo es –sin duda– la idea de un matrimonio homosexual.

Si en medio de un creciente –aunque no suficiente– respeto hacia las personas con orientación homosexual nos encontramos con una reacción dividida ante la idea de un matrimonio igualitario, ¿revela eso mera incoherencia de quienes se oponen? ¿Revela que no hemos pasado del respeto a las personas a respetarlos como ciudadanos iguales? ¿Son las dudas sobre el matrimonio homosexual indicio de un resto de homofobia?

Partamos por reconocer que con los cambios culturales de las últimas décadas el peso de la prueba en buena medida parece haberse invertido. Quien hoy defiende el matrimonio como una institución que por definición se limita a un hombre y una mujer, tiene una deuda argumentativa ante la opinión pública; no puede contentarse con enunciar que “el matrimonio es entre un hombre y una mujer”, sino que tiene que dar algún indicio de por qué deberíamos seguir creyendo eso.

Una manera de abordar tal tarea es preguntar cómo podría describirse el matrimonio si pasara a ser una institución que incluya también a parejas del mismo sexo. Podría ser una “unión entre dos personas que se aman” o una “unión entre personas con un proyecto de vida en común”. ¿Pero dan descripciones como ésa una idea adecuada del matrimonio? Más bien parecen ser descripciones demasiado generales para caracterizar a esta institución. Es como si alguien definiera la esclavitud como una “relación contractual entre desiguales”: quien hiciera eso estaría omitiendo información crucial que nos permite evaluar la institución de la esclavitud. Una evaluación justa requiere de descripciones más específicas. Pedir que se defina la naturaleza de una institución no es pues algo que deba ser rechazado como una intrusión “metafísica” indebida. Después de todo, si el Estado va a estar en alguna medida implicado en la regulación del matrimonio, parece razonable esperar de él algún conocimiento de aquello que está regulando.

De hecho, la primera de las respuestas que dimos –la unión de personas que se aman– no sólo es demasiado general para describir al matrimonio, sino que también nos dejaría al Estado sin motivo para interesarse por el mismo. Pues al Estado lo que le importa en el matrimonio no es el amor. Puede que a nosotros lo que más nos importe en el mismo sea el amor, pero al Estado, en cierto sentido, no le va ni le viene: si un matrimonio heterosexual deja de amarse, para el Estado su situación conyugal no cambia con eso en lo más mínimo. Importa recordar esto, porque eso nos muestra que la ausencia de un matrimonio homosexual no implica un desconocimiento del amor entre dos personas del mismo sexo: el Estado no tiene por qué realizar políticas de reconocimiento respecto del amor homosexual, pues tampoco lo hace respecto del amor heterosexual. En esta materia no hay pues desigualdad alguna que corregir. Si al Estado le importa el matrimonio no es por el amor, sino por los otros bienes implicados en el mismo.

Eso desde luego nos lleva a la pregunta por los niños. Haremos, en efecto, bien en aclarar que cualquier debate serio será con quienes al aprobar el matrimonio homosexual se refieren a uno que incluya la adopción. Un matrimonio heterosexual incluye hijos no como un bono extra, sino como algo de la esencia de la institución; sería absurdo ofrecer a las personas con orientación homosexual algo con el mismo nombre pero de alcance menor. La pregunta por el matrimonio homosexual es pues coextensiva con la pregunta por la adopción. ¿Qué ocurre en tal escenario con los niños?

La evidencia al respecto parece dividida: quienes defienden el matrimonio homosexual consideran abrumadora la evidencia de su carácter inofensivo para los niños, pero al otro lado de la discusión hay una confianza muy similar en el peso de la evidencia. Tal división puede explicarse diciendo que es fácil producir estudios que avalen cualquier cosa. Pero puede haber un factor más significativo para explicar los distintos resultados: los participantes en la discusión tienen un concepto distinto de lo que constituye un daño, y por eso llegan a conclusiones distintas respecto del carácter dañino de esta situación. Eso debiera ponernos en guardia contra la idea de que el concepto de daño sea un terreno neutral sobre cuya base sea fácil resolver el problema.

Pero me parece además importante notar que la pregunta por el daño no es la única que se puede plantear respecto del matrimonio homosexual (y el concomitante derecho a la adopción). Pues igualmente importante es preguntar por el sentido de que el Estado cree una institución que, de no ser creada por él, simplemente no existiría. Pues aquí la situación parece muy distinta del matrimonio heterosexual: quien dice “padre” o “madre” está con esos términos aludiendo a una realidad que existe antes de que el Estado decida regular algún aspecto de la misma. Cuando términos como ésos desaparecen, para ser reemplazados por expresiones como “progenitor A” y “progenitor B”, no es una trivialidad lo que tenemos en frente, sino un indicio de que las relaciones de parentesco pasan a ser meros constructos legales: algo que no existe hasta que el Estado lo crea. Se acostumbra presentar todo este proceso como uno de empoderamiento de los individuos, pero bien podría tratarse de un empoderamiento del Estado, que pasa a ser creador en vez de regulador del matrimonio. Una discusión de fondo sobre el matrimonio homosexual debiera –a mi parecer– cuidarse de no olvidar este punto.

Por último, parece importante llamar la atención sobre el cambio de sentido que en esta discusión puede sufrir el proceso mismo de adopción. El sentido de tal proceso es velar por los derechos de un niño, y la discusión actual corre el serio riesgo de invertir esto, convirtiendo a los niños en parte del proceso de reivindicación de derechos de los adultos.

Al observar que de este tipo de consideraciones se sigue una conclusión negativa respecto del matrimonio homosexual, alguien podría objetar que he argumentado desde una visión muy específica de lo que es el matrimonio: está implicada una relación del mismo con los hijos, y una determinada relación del mismo con el Estado. Parece evidente que esta concepción del matrimonio depende de una visión específica de la realidad: ni siquiera he reconocido un concepto de daño que sea neutral a las visiones de mundo. No creo, en efecto, que tenga sentido buscar una definición minimalista de matrimonio que no dependa de visión alguna de la realidad y que por esa vía logre aceptación universal. Más bien creo que la invitación que debe extenderse es a que los defensores del matrimonio homosexual expliciten la visión de la realidad y del sentido de la vida que se encuentra detrás de su propia concepción del matrimonio, pues tampoco ésta es una concepción minimalista o sin presupuesto alguno. En ese sentido, tendría en parte que corregir mi afirmación inicial: planteadas las distintas ramificaciones del problema, el peso de la prueba está lejos de recaer con exclusividad en quienes se oponen al matrimonio homosexual.

 

 

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por el autor en su blog, http://manfredsvensson.blogspot.com.