¿Por qué permanezco en la Iglesia? (1ª Parte)

Cardenal Joseph Ratzinger | Sección: Historia, Religión

Este artículo corresponde a un ensayo publicado en 1971 por el entonces Cardenal Joseph Ratzinger. Por la importancia y actualidad del tema tratado, lo reproducimos completamente. Esta es la primera parte de una serie de tres.

 

Existen hoy muchos y opuestos motivos para no permanecer en la iglesia. En nuestros días están tentados de volver la espalda a la iglesia no sólo aquellos a quienes se les ha hecho extraña la fe de ésta, a quienes aparece demasiado retrógrada, demasiado medieval, demasiado hostil al mundo y a la vida, sino también aquellos que amaron la imagen histórica de la iglesia, su liturgia, su independencia de las modas pasajeras, el reflejo de lo eterno visible en su rostro.

Estos tienen la impresión de que la iglesia está a punto de traicionar su especificidad, de venderse a la moda del tiempo y de este modo perder su alma. Están desilusionados como el amante traicionado y por eso piensan seriamente en volverle la espalda.

Por otra parte también existen motivos contradictorios para permanecer en la iglesia. Permanecen en ella no sólo los que creen firmemente en su misión o quienes no quieren abandonar una antigua y entrañable costumbre aunque hagan poco uso de ella, sino sobre todo y especialmente quienes rechazan toda su realidad histórica y combaten abiertamente el contenido que sus ministros tratan de darle y de conservar. A pesar de querer eliminar lo que la iglesia fue y es, no intentan salir fuera de ella, porque esperan transformarla en lo que a su juicio debe ser.

 

1. Reflexiones preliminares sobre la situación de la Iglesia.

Confusionismo:

De todo esto resulta que la iglesia se encuentra en una situación de confusionismo, en la que los motivos a favor o en contra no sólo se entremezclan de la manera más extraña, sino que parece imposible llegar a un entendimiento. Reina la desconfianza sobre todo porque el permanecer en la Iglesia no tiene ya el carácter claro e inequívoco de antes y nadie cree en la sinceridad de los demás..

Las palabras llenas de esperanza de Romano Guardini en 1921 –“un acontecimiento de gran importancia ha comenzado: la iglesia despierta en las almas”- aparecen anacrónicas. Al contrario, hoy habría que cambiar la frase de este modo: “un acontecimiento de gran importancia ha comenzado: la iglesia se apaga en las almas y se disgrega en las comunidades”. En medio de un mundo que tiende a la unidad, la iglesia se dispersa en resentimientos nacionalistas, en la exaltación de lo propio y en la denigración de lo ajeno. Entre los defensores de la secularidad y la reacción de quienes están demasiado apegados al pasado y a lo externo, entre el desprecio de la tradición y la fidelidad exagerada a la letra parece que no existe ninguna posibilidad de equilibrio; la opinión pública asigna inexorablemente a cada uno su propio puesto; tiene necesidad de posiciones claras y precisas y no puede entretenerse en ninguna clase de matices: quien no está a favor del progreso está contra él; o se es conservador o progresista.

Gracias a Dios, la realidad es distinta: entre estos dos extremos existen también hoy creyentes silenciosos y casi sin voz, quienes con toda sencillez realizan la verdadera misión de la Iglesia incluso en este momento de fusión: la adoración y la paciencia de la vida cotidiana, la palabra de Dios. Sin embargo, en la imagen que se tiene de la iglesia éstos no tienen sitio; esa verdadera iglesia no es invisible, pero está profundamente escondida a las maniobras de los hombres.

De este modo queda esbozada una primera indicación sobre el contexto en donde se sitúa la pregunta: ¿por qué permanezco en la iglesia? Para dar una respuesta adecuada debemos analizar en primer lugar ese contexto, en el que la palabra “hoy” entra de lleno en el tema, y posteriormente profundizar en los motivos de la situación actual. ¿Cómo se ha podido llegar a una tan extraña situación de confusión en el momento en que se esperaba un nuevo pentecostés?

¿Cómo ha sido posible que precisamente cuando el concilio parecía recoger los frutos maduros de los últimos decenios, esta plenitud haya dado paso de repente a un vacío desconcertante? ¿Qué ha sucedido para que del gran impulso hacia la unidad haya surgido la disgregación? Quisiera intentar responder recurriendo en principio a una comparación que puede hacernos descubrir cuál es nuestra tarea y, al mismo tiempo, dejar entrever los motivos que hacen posible un sí o un no. Parece como si en nuestro esfuerzo por llegar a una comprensión de la iglesia, siguiendo las huellas del concilio que ha luchado denodadamente por ello, nos hubiéramos acercado tanto a la iglesia, que ya no fuéramos capaces de verla en su conjunto; como si los primeros edificios nos impidieran ver la ciudad y los primeros árboles nos estorbaran para abarcar con nuestra mirada todo el bosque. La situación a la que nos ha llevado la ciencia a propósito de muchos aspectos de la realidad, se repite también ahora con la iglesia. Vemos los detalles tan cercana y minuciosamente que no somos capaces de contemplar el todo. Lo que hemos ganado en precisión lo hemos perdido en verdad. Cuando observamos al microscopio un trozo de árbol, lo que vemos es sin duda exacto, pero podría a la vez esconderse la verdad si se olvidase que un detalle no es sólo un detalle, sino que existe en un todo, que aunque no sea visible al microscopio, es igualmente verdadero, incluso más verdadero que el detalle tomado aisladamente.

 

Reformas 

Pero dejemos a un lado las comparaciones. La perspectiva contemporánea ha determinado nuestra mirada sobre la iglesia, de tal modo que hoy prácticamente sólo vemos la iglesia desde el punto de vista de la eficacia, preocupados por descubrir qué es lo que podemos hacer con ella. Los prolongados esfuerzos por reformar a la iglesia han hecho olvidar todo lo demás.

Para nosotros hoy no es nada más que una organización que se puede trasformar y nuestro gran problema es el de determinar cuáles son los cambios que la hagan “más eficaz” para los objetivos particulares que cada uno se propone. Planteando de esta manera la cuestión, el concepto de reforma ha sufrido en la conciencia colectiva profundas degeneraciones, que lo han privado de su núcleo central. Pues reforma, en su significado original, es un proceso espiritual, totalmente cercano al cambio de vida y a la conversión, que entra de lleno en el corazón del fenómeno cristiano: solamente a través de la conversión se llega a ser cristianos; esto vale tanto para la vida particular de cada uno como para la historia de toda la iglesia. Esta vive como iglesia en la medida en que renueva sin cesar su conversión al Señor, al evitar cerrarse en sí misma y en sus propias costumbres más queridas, tan fácilmente contrarias a la verdad. Cuando la reforma es arrancada de este contexto, del esfuerzo y el deseo de conversión, cuando se espera la salvación solamente del cambio de los demás, de la trasformación de las estructuras, de formas siempre nuevas de adaptación a los tiempos,  quizá se llegue de momento a cierta utilidad inmediata, pero en el conjunto la reforma se convierte en una caricatura de sí misma, capaz de cambiar únicamente las realidades secundarias y menos importantes de la iglesia.

No es de extrañarse por tanto que la misma iglesia aparezca en definitiva como algo secundario. Todo esto nos ayuda a entender la paradoja que surge de los intentos de renovación propios de nuestra época: los esfuerzos para suavizar la rigidez de las estructuras, para corregir las formas del aparato eclesiástico provenientes de la edad media o más aún de los tiempos del absolutismo, para liberar a la iglesia de tales interferencias y capacitarla para un servicio más simple y más conforme con el espíritu del evangelio, han conducido en realidad a una sobre valoración del elemento institucional de la iglesia sin precedentes en su historia. Las instituciones y los aparatos eclesiásticos son sin duda objeto de una crítica radical como jamás existió, pero también absorben la atención con una exclusividad más acentuada que antes, de tal manera que para muchos la iglesia queda reducida a esa realidad institucional. La pregunta sobre la iglesia se plantea en términos de organización. No se quiere que un mecanismo tan bien montado quede infructuoso, pero se le encuentra desde muchos puntos de vista inadecuados para conseguir los objetivos que se le asignan.

Detrás de todo eso se perfila el problema central de la crisis de la fe. Por su radio de acción la iglesia ejerce sociológicamente su influencia más allá del círculo de sus fieles, y la institucionalización de esta situación falsa la aliena profundamente en su verdadera naturaleza. La publicidad derivada del concilio y la perspectiva de un posible acercamiento entre creyentes y no creyentes, que ha dado fatalmente la impresión de realidad, ha radicalizado al máximo esta alienación.

Muchas veces el concilio fue aplaudido también por aquellos que no tenían intención de llegar a ser creyentes en el sentido de la tradición cristiana, pero que saludaron este «progreso» de la iglesia como una confirmación de sus propias opciones y de los caminos recorridos por ellos. Al mismo tiempo hay que reconocer que dentro de la iglesia la fe ha entrado en una agitada fase de efervescencia. El problema de la mediación histórica sitúa el antiguo credo en una luz incierta y ambigua, con la que las verdades pierden sus propios contornos; por otra parte las objeciones de las ciencias naturales y más aún de la concepción moderna del mundo avivan este proceso. Los límites entre la interpretación y la negación de las verdades principales se hacen cada vez más difíciles de reconocer. Por ejemplo ¿qué es lo que significa realmente “resucitado de entre los muertos”? ¿Quiénes son los que creen, interpretan o niegan? Y mientras se discute hasta dónde pueden llegar los límites de la interpretación, se hace cada vez más borroso el rostro de Dios. La “muerte de Dios” es un proceso totalmente real, que se instala hoy en el mismo corazón de la iglesia. Dios muere en la cristiandad, así al menos parece. De hecho allí donde la resurrección se convierte en un acontecimiento de una misión vívida en una imagen superada, Dios no actúa ya. ¿Pero Dios actúa verdaderamente? Esta es la pregunta que surge de inmediato. Mas ¿puede haber alguien tan reaccionario que acepte literalmente la afirmación “él ha resucitado”?

De este modo lo que para uno sólo es progreso, es para otro increencia y lo que antes era inconcebible, es hoy algo normal; personas que desde hace tiempo habían abandonado el credo de la iglesia, se consideran de buena fe como auténticos cristianos progresistas. Según éstos el único criterio para juzgar a la iglesia es su eficiencia. Queda, sin embargo, por establecer cuál sea la verdadera eficiencia y para qué objetivos se deba usar. ¿Para criticar la sociedad, para ayudar al desarrollo, para fomentar la revolución? ¿O quizá para celebraciones comunitarias? De cualquier forma hay que comenzar desde los cimientos, porque inicialmente la iglesia no había sido concebida para esto y efectivamente en su forma actual no está preparada para esos objetivos. Y de este modo aumenta el malestar tanto en los creyentes como en los no creyentes. El derecho de ciudadanía que la incredulidad ha adquirido en la iglesia hace la situación cada vez más insoportable tanto para unos como para otros. Especialmente trágico es el hecho de que todo esto haya situado el programa de reforma en una ambigüedad extraordinariamente equívoca y para muchos insoluble.

Naturalmente se puede objetar que no todo el panorama se presenta con nubarrones tan negros. En los últimos años han nacido y madurado muchas realidades positivas que no es justo silenciar: la nueva liturgia más accesible al pueblo, la sensibilidad para los problemas sociales, el mejor entendimiento entre los cristianos separados, la disminución del miedo debido a una falsa concepción literal de la fe y muchas otras cosas más. Esto sin duda es verdadero y no se puede minimizar; pero no refleja exactamente la atmósfera general de la iglesia. Al contrario, también todo esto ha sido inficcionado por la ambigüedad debida a la desaparición de los límites precisos entre fe e incredulidad. Solamente al principio pareció que la consecuencia de esta desaparición pudiera ser considerada como algo liberador. Hoy es claro que de semejante proceso, a pesar de todos los signos de esperanza, en vez de una iglesia moderna ha surgido una profundamente desgarrada y problematizada. Hemos de admitirlo sin restricciones: el Vaticano I había descrito la iglesia como el signum levatum in nationes, como el estandarte escatológico visible desde lejos que convocaba y reunía a los hombres. Según el concilio de 1870 ella era el signo esperado por Isaías (11, 12), la señal que incluso desde lejos todos podían reconocer y que a todos indicaba claramente el camino a recorrer. Con su maravillosa propagación, su eminente santidad, su fecundidad para todo lo bueno y su profunda estabilidad, ella representaba el verdadero milagro del cristianismo, la mejor prueba de su credibilidad ante la historia (1). Hoy parece verdadero todo lo contrario: no una comunidad maravillosamente difundida, sino una asociación estancada, que no ha sido capaz de superar realmente los confines del espíritu europeo y medieval; no ya una profunda santidad, sino un conjunto de debilidades humanas, una historia vergonzosa y humillante, en la que no ha faltado ningún escándalo, desde la persecución de herejes y procesos contra las brujas, desde la persecución de los judíos y el servilismo de las conciencias hasta el autodogmatismo y la resistencia contra la evidencia científica, de tal modo que quien pertenece a esa historia no puede hacer otra cosa que cubrirse vergonzosamente la cara; finalmente no ya una estabilidad indestructible, sino condescendencia con todas las corrientes de la historia, con el colonialismo, el nacionalismo y recientemente los intentos de hacer las paces con el marxismo y hasta de identificarse con él…

De este modo la iglesia no aparece ya como el signo que invita a la fe, sino precisamente como el obstáculo principal para su aceptación. Da la impresión de que la verdadera teología consiste sólo en quitarle a la iglesia sus predicados teológicos, para considerarla y tratarla bajo un aspecto puramente político. No se la mira ya como una realidad de fe, sino como una organización de creyentes, puramente casual y poco accesible, que hay que remodelar lo antes posible según los más modernos criterios de la sociología. “La confianza es buena, el control mejor”, tal es el eslogan que después de tantas desilusiones se prefiere adoptar en relación con la estructura eclesiástica. El principio sacramental no es ya suficientemente claro, solamente el control democrático aparece digno de fe (2): en definitiva el Espíritu santo es totalmente inaferrable. Quien no tiene miedo de mirar al pasado sabe muy bien que las humillaciones de la historia se derivan precisamente de que en un momento determinado el hombre creyó deber asumir los plenos poderes y considerar como única y verdadera realidad solamente sus propias empresas.

 

 

Notas:

(1) Denzinger-Schonmetzer, Enchiridion symbolorum, Freiburg 1963, n. 3013 s.

(2) En esta exigencia se esconden ciertamente elementos justificables y en muchos aspectos conci- liables con el carácter sacramental de la jerarquía eclesiástica. Todo esto es expuesto con las debidas distinciones y clarificaciones en J. Ratzinger-H. Maier, Democracia en la iglesia, Madrid 1972.