Otra mirada a la CEP: el ciudadano corrupto

Joaquín García Huidobro | Sección: Política, Sociedad

La encuesta CEP es muy interesante, pero está incompleta. En ella se evalúa el parecer ciudadano sobre los carabineros, el Congreso, las iglesias, la prensa, etc., pero ¿por qué no se nos evalúa a nosotros, los ciudadanos?

Alguien podría decir que no resulta fácil medir la confiabilidad de 17 millones de chilenos, pero aquí no se trata sólo de un problema metodológico. Esta omisión tiene que ver con el modo en que los chilenos hemos comenzado a concebir la democracia y el modo como ejercemos la ciudadanía.

El ciudadano ha pasado a ser un consumidor de servicios de gobierno, de seguridad, judiciales, religiosos, educacionales, etc. Él acude a las urnas cada par de años, manda a sus hijos a la escuela, y escucha el sermón dominical, pero lo hace como un espectador o, peor, como un cliente, que cree que con su voto o su presencia ya ha prestado un gran servicio, y a cambio le corresponde exigir todo.

Como en el mercado “el cliente siempre tiene la razón”, a nadie se le ocurre evaluarlo. A lo más, se examinan sus hábitos de consumo: si ve programas políticos en TV (42%) o si conversa de esos temas en familia (50%). ¡Para la mitad de los chilenos, el destino de la República no parece ser un tema de conversación con los hijos!

Nada hay más importante en una democracia que la calidad de los ciudadanos. Si el gobierno o un diputado son malos, podemos cambiarlos en la próxima elección, pero ¿qué pasa cuando son los ciudadanos los que no están a la altura?

El problema no es sólo nuestro: la crisis económica europea, o el crónico déficit fiscal de los EE.UU., se relacionan con la incapacidad de los gobiernos de tomar medidas dolorosas, porque los ciudadanos no las aceptarían. Franceses y griegos reclaman contra Merkel porque trata de mantener la casa europea en orden. Y Merkel –¡oh, paradoja!– llegó al gobierno porque los alemanes estaban descontentos con las medidas de austeridad que tomó el socialdemócrata Schröder. Ahora perderá, es casi seguro, las próximas elecciones, porque no ha podido saciar las esperanzas de los electores.

¿Es el problema la corrupción de los políticos o, más bien, la irresponsabilidad o, incluso, la corrupción de los ciudadanos, que, como niños caprichosos, sólo estamos dispuestos a tomar lo que resulte dulce a nuestros paladares?

Entre nosotros, el ministro Felipe Larraín tiene un significativo porcentaje de desaprobación, 33%, frente a un 21% de evaluación positiva. ¿Es incompetente? A nadie se le ocurriría decir algo semejante. ¿Un irresponsable? Tampoco. Simplemente sucede que es el mensajero de las malas noticias. Nos recuerda que hay una crisis económica en todas partes, salvo en Chile, y que debemos manejar nuestras finanzas con cuidado. Parece que los ciudadanos sólo queremos oír cosas agradables. Preferimos los ministros simpáticos.

Veamos otro ejemplo de ciudadanía poco coherente: Michelle Bachelet tiene un 76% de evaluación positiva; Ricardo Lagos apenas un 37%. Se trata de una evaluación de figuras políticas, no de saber a quién convidaríamos a un happy hour. ¿Hay alguien que, de verdad, piense que la primera fue mejor gobernante que el segundo? Confundimos lo bueno con lo agradable; queremos presidentes simpáticos. Mala señal.

A veces las cosas van más allá de una simple irresponsabilidad, y entran de lleno en la corrupción. Aunque no estamos acostumbrados a pensar en la figura del ciudadano corrupto, es muy real. Es corrupto el ciudadano que piensa que está por encima de la ley, incluidas las leyes sociales; el que vota no al mejor candidato, sino al que milita bajo su misma tienda; el que se queja de la inmoralidad de la televisión, pero mantiene el rating de los programas que destruyen aquello que él más valora; el que considera intocable el principio de autoridad, pero desacredita al profesor que tuvo la osadía de poner mala nota o castigar a su hijo.

No todas estas conductas son igualmente graves, pero todas tienen algo de corrupción, un mal que no está allá lejos, en el Estado, sino entre nosotros.

El hecho de que buena parte del problema seamos nosotros mismos representa una ventaja, porque la solución empieza por casa. Se nos aplica lo que San Agustín decía a esos contemporáneos suyos que se quejaban de lo mal que estaban los tiempos: “vivamos bien, y serán buenos tiempos. Los tiempos somos nosotros; como somos nosotros, así serán los tiempos”. Es un mensaje tan optimista como exigente.

 

 

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio de Santiago.