La búsqueda de Dios

Alberto Hurtado | Sección: Religión, Sociedad

¡Cuántos, en nuestro siglo, si no locos, se sienten inquietos, desconcertados, tristes, profundamente solos en el vasto mundo superpoblado, pero sin que la naturaleza ni los hombres hablen de nada a su espíritu, ni les den un mensaje de consuelo! ¿Por qué? Porque Dios está ausente de nuestro siglo.

Muchas definiciones se pueden dar de nuestra época: edad del maquinismo, del relativismo, del confort. Mejor se diría una sociedad de la que Dios está ausente.

Los grandes ídolos de nuestro tiempo son el dinero, la salud, el placer, la comodidad: lo que sirve al hombre. Y si pensamos en Dios, siempre hacemos de Él un medio al servicio del hombre: le pedimos cuentas, juzgamos sus actos, y nos quejamos cuando no satisface nuestros caprichos. Dios en sí mismo parece no interesarnos.

La contemplación está olvidada, la adoración y alabanza es poco comprendida.

El criterio de la eficacia, el rendimiento, la utilidad, funda los juicios de valor. No se comprende el acto gratuito, desinteresado, del que nada hay que esperar económicamente. Hasta los cristianos, a fuerza de respirar esta atmósfera, estamos impregnados de materialismo, de materialismo práctico. Confesamos a Dios con los labios, pero nuestra vida de cada día está lejos de Él. Nos absorben las mil ocupaciones…

… Felizmente, el alma humana no puede vivir sin Dios. Espontáneamente lo busca, aun en manifestaciones objetivamente desviadas. En el hambre y sed de justicia que devora muchos espíritus, en el deseo de grandeza, en el espíritu de fraternidad universal, está latente el deseo de Dios.

La Iglesia Católica desde su origen, más aún, desde su precursor, el Pueblo prometido, no es sino la afirmación nítida, resuelta, de su creencia en Dios. Por confesarlo, murieron muchos en el Antiguo Testamento; por ser fiel al mensaje de su Padre, murió Jesús; y después de Él, por confesar un Dios Uno y trino cuyo Hijo ha habitado entre nosotros, han muerto millones de mártires: desde Esteban y los que como antorchas iluminaban los jardines de Nerón, hasta los que en nuestros días mueren en Rusia, en Checoslovaquia, en Yugoslavia; ayer en Japón, en España y en Méjico, han dado su sangre por Él.

A otros no se les ha pedido este testimonio supremo, pero en su vida de cada día lo afirman valientemente: Religiosos que abandonan el mundo para consagrarse a la oración; religiosas que unen su vida de obreras, en la fábrica, a una profunda vida contemplativa; universitarios animados de un serio espíritu de oración; obreros, como los de la JOC, que son ya más de un millón en el mundo, para los cuales la plegaria parece algo connatural; y junto a ellos, sabios, sabios que se precian de su calidad de cristianos.

Hay grupos selectos que buscan a Dios con toda su alma y cuya voluntad es el supremo anhelo de sus vidas. Y cuando lo han hallado, su vida descansa como en una roca inconmovible; su espíritu reposa en la paternidad divina, como el niño en los brazos de su madre (cf. Sal 130).

Cuando Dios ha sido hallado, el espíritu comprende que lo único grande que existe es Él. Frente a Dios, todo se desvanece: cuanto a Dios no interesa se hace indiferente. Las decisiones realmente importantes y definitivas son las que yacen en Él…

… El que halla a Dios se siente buscado por Dios, como perseguido por Él, y en Él descansa, como en un vasto y tibio mar. Esta búsqueda de Dios sólo es posible en esta vida, y esta vida sólo toma sentido por esa misma búsqueda. Dios aparece siempre y en todas partes, y en ningún lado se le halla. Lo oímos en las crujientes olas, y sin embargo calla. En todas partes nos sale al encuentro y nunca podremos captarlo; pero un día cesará la búsqueda y será el definitivo encuentro.

Cuando hemos hallado a Dios, todos los bienes de este mundo están hallados y poseídos. El llamado de Dios, que es el hilo conductor de una existencia sana y santa, no es otra cosa que el canto que desde las colinas eternas desciende dulce y rugiente, melodioso y cortante. Llegará un día en que veremos que Dios fue la canción que meció nuestras vidas. ¡Señor, haznos dignos de escuchar ese llamado y de seguirlo fielmente!

 

 

Meditación que el Padre Hurtado pidió que se publicara después de su muerte.

 

 

Nota: Este artículo es parte de una selección de reflexiones de San Alberto Hurtado publicadas por Revista Humanitas, www.humanitas.cl.