La cárcel de la pequeña armonía familiar

Claudio Magris | Sección: Familia, Religión, Sociedad

Las grandes religiones universales, y sobre todo el cristianismo, no son asunto de un family day. Cristo vino para cambiar la vida de los hombres y para proclamar los valores más altos del círculo inmediato de los afectos, es más, para azotarles duramente cuando éstos se oponen obstinadamente a un amor más grande. Incluso el vínculo más fuerte, el que existe entre madre e hijo, es tratado bruscamente cuando María quiere interferir: “Mujer, ¿qué tenemos que ver tú y yo?”, le dice.

Cuando, mientras está hablando a una multitud, le vienen a decir que su madre y sus hermanos le están buscando, Cristo responde: “¿Quién es mi madre? ¿Y quiénes son mis hermanos?”, añadiendo que es hermano suyo quien cumple la voluntad del padre. En caso de conflicto entre la relación de parentesco y el mandamiento, la decisión está clara: él afirma que ha venido para separar, si es necesario, “al hijo del padre, a la hija de la madre”. Su mismo nacimiento, por lo demás, escandaloso respecto a las reglas, no cabe en el modelo del orden familiar.

Naturalmente, Cristo no tiene intención de negar el amor entre los esposos, los hijos, los hermanos, los padres. Quiere potenciarlo, liberarlo de sus tan frecuentes degeneraciones egoístas, bienpensantes y reductivas que empobrecen ese vínculo universal-humano y lo reducen a un refugio pávido y árido, cerrando la puerta a la vida y a los otros, atrincherándose en un pequeño mundo limpio y correcto pero indiferente ante la miseria y el sufrimiento que puede encontrar al otro lado de la puerta. Hay una viva expresión veneciana que representa esta falsa y pequeña armonía familiar basada en el rechazo a los otros: “far casetta”.

Tengo familia” es la mejor excusa para echarse atrás ante un deber que nos llama a ponernos en peligro. A propósito de esto, Noventa –gran poeta católico, uno de los grandes del siglo XX– respondía en su dialecto veneciano a quien agacha vilmente la cabeza y se limita a sus viejos padres, la mujer aún joven y los hijos que tiene que mantener: “son vigliaco” (cobardes).

La familia, ciertamente, es una realidad histórica y, aunque tiene una particular duración, como tal está sujeta a transformaciones y mutaciones, pero nunca tan intensa y confusamente como hoy, en una maraña de liberaciones algunas justas y otras sencillamente ideológicas y estúpidas, convencionalismos travestidos de transgresiones o de sacros principios, supuestos exhibicionismos, una convulsión de tradiciones seculares, costumbres, valores, formas de agregación familiar. La familia ha sido, y difícilmente podrá dejar de serlo, una célula primaria del universo humano, el Teatro del Mundo al que el individuo nace, las voces que le llegan cuando aún está en la primera estación de su viaje, en el vientre materno; cuando el individuo descubre el mundo hace la experiencia fundamental del amor o la devastadora del desamor, aprende con sus hermanos qué es el juego, la aventura, la lucha, la ambivalencia de afecto y rivalidad, donde el padre y la madre les transmiten no sólo la vida sino también su sentido. No se equivocaba Francesco Ferdinando, el heredero al trono de los Habsburgo asesinado en Sarajevo al querer que sobre su tumba sólo se inscribieran tres fechas: su nacimiento, su matrimonio y su muerte.

La familia puede ser el escenario intocable del descubrimiento del mundo, como en “Guerra y paz” de Tolstoi, y puede ser tragedia y vileza, odio y violencia, Caín y Abel, los Aqueos y la estirpe de Edipo. Puede ser un lugar de opaca extrañeza, de resentimientos mezquinos, de violencia y opresión; violencia de padres o maridos dueños de sus hijos y mujeres, sórdida venganza femenina con sofocantes tiranías domésticas, obligaciones que los clanes parentales llevaron de la tribu a la civitas y que absorben al individuo, como escribía Kafka, en la papilla informe de los orígenes. La palabra familia ya es por sí misma un Jano de dos caras: indica el mundo que nos es más querido y puede indicar también el bestial vínculo mafioso. André Gide podía decir: “Familias, cuánto os odio”. Las nuevas formas de familia, radicalmente distintas de la tradicional, que se anuncian abrazándose con énfasis, pueden llevar consigo valores contra-valores pero sin duda no están a salvo de las degeneraciones de la convivencia.

La liberación del hombre –el sentido del cristianismo– no puede no liberar también a la familia; también de sí misma, si es necesario. Y entonces la familia puede convertirse verdaderamente en un Teatro del Mundo y del universo humano: cuando, jugando con los hermanos y amándoles, damos el primer y fundamental paso hacia una fraternidad mayor, que sin la familia no habríamos aprendido a sentir tan vivamente; cuando los padres nos hacen entender concretamente qué significa ser llevados de la mano por la jungla del mundo, de una mano que nos sigue apoyando incluso cuando ya no la aferras físicamente. En una familia libre y abierta también el Eros encuentra su mayor aventura, misteriosa y perturbadora; comer en paz el propio pan con la mujer amada durante la juventud, como dice un pasaje bíblico es una experiencia para grandes amantes. Y los hijos, en un universo de relaciones liberadas del familismo (ansioso, autoritario, débil, obsesivo, según los casos) que se convierten así en la pasión más grande que la vida puede darles a conocer. La civilización griego nos dio a Edipo y a los Aqueos, pero también a Héctor, que sin preocuparle su propia muerte, sobre los muros de una Troya asediada juega con su hijo Astiajnax y su mayor deseo es que éste crezca mejor y más fuerte que él.

 

 

 

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por Corriere della Sera. La traducción al castellano es de PáginasDigital.es.