Democracia y capricho

Max Silva Abbott | Sección: Política, Sociedad

Actualmente estamos asistiendo a un fenómeno no sólo lamentable, sino incluso peligroso para nuestras democracias. Éste consiste en que por regla muy general, los candidatos a cualquier cargo de elección popular deben tener sumo cuidado no sólo con lo que plantean, sino también con el modo en que lo hacen. Ello, porque en caso de equivocar la estrategia, corren el serio riesgo de no ser elegidos en las urnas.

El mismo problema puede verse desde la perspectiva de los electores: hoy por hoy, muchos de los que votan suelen hacerlo por aquellas propuestas que más les agraden o convengan, las que –obsta decirlo– no siempre coinciden con lo correcto o conveniente para un país en un momento determinado. O si se prefiere, actualmente muchos electores optan por el mensaje que consideren más ventajoso (incluso a veces desde una perspectiva bastante egoísta), de manera parecida a como actúa un niño mimado al que hay que complacer con todo tipo de promesas para conquistar su voto y (¡peligro extremo!) no se puede molestar con malas noticias o asuntos molestos, porque en una de esas, se enfada y da su voto a quien le ofrezca el mensaje más agradable.

La dificultad, como es obvio, es que por este lamentable camino no sólo se corre el riesgo de no ver o no querer ver (ni mucho menos enfrentar) los verdaderos problemas, en atención a los sacrificios o molestias que su eventual solución pudiera acarrear, sino que en un efecto parecido a una adicción, muchos electores están a la siga de un irreal y creciente “umbral de satisfacción”, si así pudiera decirse, al cual incluso creen tener derecho, con lo que la democracia puede ir convirtiéndose poco a poco en un cúmulo de promesas bonitas pero irrealizables en la práctica; y de manera más profunda, en un pésimo modelo colectivo para tomar decisiones, también colectivas –de bien común–, y por ello, de la máxima importancia para nuestras sociedades.

En suma, con esta “democracia a gusto del consumidor” se puede llegar a el absurdo de no poder plantear los problemas reales y, sobre todo, sus verdaderas soluciones, puesto que en caso de hacerlo, se corre el riesgo de herir una extrema y hasta enfermiza susceptibilidad, al plantear algo impopular y políticamente incorrecto; con lo cual, muchos de los problemas realmente importantes que requieren soluciones de largo plazo, no se enfrentan, porque ni siquiera existe el valor para plantearlos.

Sin embargo, los problemas no desaparecen ni tampoco se solucionan por el hecho de que no queramos o no podamos verlos ni hacer el esfuerzo por superarlos, e incluso es muy probable que dada esta actitud, ellos empeoren, y no poco.

Así pues, debemos ver de qué forma superar este fenómeno, que muy bien puede ser considerado un cáncer de nuestras democracias modernas, lo que evidentemente, a nada bueno puede conducir.