Nagasaki de los mártires

Cristian Martini Grimaldi | Sección: Historia, Religión

La historia del cristianismo —como nos recuerdan los recientes acontecimiento de Nigeria y Kenia— está marcada por matanzas y persecuciones, acontecidas no sólo en los lugares geográficamente más conocidos por nosotros. Como Japón, en el que hoy parece casi imposible pensar sin traer a la memoria la tragedia nuclear del siglo pasado.

Sin embargo, ciudades como Nagasaki han significado también algo más: una articulación absolutamente central en la historia del continente asiático, y de Japón en particular, pero que no tiene nada que ver con el dramático epílogo de la segunda guerra mundial.

Nagasaki, de hecho, fue durante más de dos siglos la única avanzadilla a través de la cual Occidente —en especial la Holanda de las grandes exploraciones navales— podía echar una mirada a aquel mundo nipónico que desde 1614, es decir, desde el edicto de expulsión de los cristianos, había decidido cerrar sus fronteras a los extranjeros.

Esa drástica decisión se tomó con la voluntad explícita de defender a la nación de una influencia considerada mucho más nociva que cualquier otra sugerencia cultural y tecnológica —con la que, en cualquier caso, Japón contó— que el espíritu occidental, en esos años de grandes comercios globales, estaba exportando: es decir, el cristianismo.

El pionero de esta obra de evangelización fue san Francisco Javier, cuyos retratos históricos, que evidencian una representación artística “sin pelo”, son tan populares hoy entre los estudiantes japoneses que ellos mismos, para indicar una persona que sufre de calvicie, utilizan de broma el término Xavier Hage (es decir, calvo).

Francisco Javier, jesuita y misionero español, llegó a Japón en 1549, junto con otros dos misioneros. Se cree que convirtió a cien mil personas a la nueva fe, pero ya en 1587 el cristianismo comenzó a ser perseguido en todo el país, hasta el punto de que los cristianos se vieron obligados a profesar su fe clandestinamente. Aún hoy son visibles en Nagasaki, en el museo de los veintiséis mártires, las estatuas que estos cristianos adoptaron para alimentar en secreto su fe. Son estatuas que provenían de la China budista, estatuas que representan a la divinidad Kannon, cuya sobriedad inmaculada, en las distintas representaciones votivas— incluso el sombrero se asemeja a un velo— recuerda de modo asombroso a la Virgen. De aquí el nombre con que se la recuerda hoy: María Kannon.

Precisamente por el martirio de los veintiséis cristianos, Nagasaki pasará a la historia, al menos hasta la mitad del siglo pasado: seis misioneros franciscanos, tres jesuitas japoneses y otras diecisiete personas, entre ellas tres niños, fueron crucificados en la colina donde ahora surge el museo y un monumento conmemorativo.

Aquí, siguiendo el hilo de la imprevisible parábola que traza el destino y que marca la historia de un país, se produjo el corto circuito más inesperado. En este gólgota asiático, de hecho, se erigió en 1865 la catedral de Urakami, que el 9 de agosto de 1945 quedó casi totalmente destruida por el estallido de la primera bomba de hidrógeno. Pocos meses después de la explosión nuclear, un padre trapense, de nombre Kaemon Noguchi, excavando entre las ruinas encontró algo que lo dejó asombrado: la cabeza de la estatua de la Virgen, precisamente la que estaba situada, antes de aquel 9 de agosto, sobre el altar de la iglesia, con sus ojos de vidrio aún prácticamente intactos (hoy en su lugar hay sólo dos profundos agujeros negros). El hallazgo pareció milagroso, porque la catedral, entonces como hoy, se encontraba sólo a quinientos metros del epicentro de la explosión.

Los ojos de la Virgen, tal como los recordaba el padre Noguchi, se asemejan de modo increíble a los de los seres humanos que sobrevivieron, aquellos cuyas fotos aún se encuentran en los museos de la Paz, tanto en Hiroshima como en Nagasaki. Los millares de personas que, en contacto cercano con la deflagración, quedaron prácticamente ciegas. Sus ojos habían asumido un color innatural con reflejos opacos (atomic bomb cataract, es decir, catarata por radiaciones), precisamente como los de un vidrio.

Un color innatural y misterioso, como la furia de una luz primordial, de una energía oscura y deslumbrante.

 

 

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por L’Osservatore Romano, www.osservatoreromano.va.