Sobre el lucro y los fines

Gonzalo Letelier Widow | Sección: Educación, Política, Sociedad

La discusión sobre la legitimidad del fin de lucro en la educación es sintomáticamente gráfica de uno de los mayores vicios de la reflexión moderna: el afán de claridad termina en exceso simplificatorio. En otras palabras, la navaja de Ockham en manos poco diestras termina por cortarle los cachetes al pobre cliente.

El argumento presentado es sencillo y lineal: la educación es un bien humano tan esencial que es absolutamente ilícito que alguien se enriquezca proveyéndolo a quienes lo necesitan. Dicho así, suena bien, pero no queda claro cuán sólido sea, así que probemos con un ejemplo análogo.

Enriquecerse con la educación sería algo así como hacerse rico vendiéndole pan a los que se están muriendo de hambre. Creo que los que defienden esta tesis estarían de acuerdo con el ejemplo. Pero la cuestión todavía no es tan clara. Así como el que le vende el pan al hambriento no puede aprovecharse de su hambre para subirle el precio, así también… ¿el que vende servicios educativos debe reinvertir todo en educación? La relación definitivamente no es lineal.

Parece más bien que, al contrario, el que vende pan puede enriquecerse vendiendo pan a hambrientos si el pan que vende es bueno, su precio es justo y nadie muere de hambre por no poder comprarlo. Incluso es posible que le importe un comino el hambre de sus clientes si esto no lo lleva a violar los principios básicos de la justicia.

Concedamos, sin embargo, el principio de los enemigos del lucro. Aceptemos que hay un imperativo moral que prohíbe terminantemente el lucro en la educación así como prohíbe lucrar del hambre ajena. Queda todavía una cuestión un poco más profunda: qué significa el famoso “fin de lucro”. Y para responder hay que hacer una distinción que nuestros amigos no hacen, una distinción que parece difícil, pero que no lo es tanto y definitivamente cambia la perspectiva: no es lo mismo el fin del acto y el fin del agente. No es lo mismo el fin de la acción concreta, el fin de aquello que estoy haciendo, y el fin subjetivo y personal por el cual lo hago.

En virtud de esta diferencia, es posible querer un bien social con “intención oblicua”, es decir, solamente bajo su aspecto individual sin que esto pervierta totalmente la naturaleza del acto. Se puede querer algo bueno con intención menos buena. Pongamos un ejemplo.

El fin de un arquero o de un delantero no es distinto del fin de todo el equipo: ganar el partido. Para lograr eso debe ejecutar acciones que, en sí mismas, están orientadas a que gane todo el equipo: el arquero atajar, el delantero anotar goles. Y sin embargo, es perfectamente posible (y muy frecuente) que ese mismo fin sea querido de modo oblicuo, no directo: el delantero que juega bien porque quiere lucirse, el arquero que ataja porque quiere que lo contrate un equipo que pague más. Esos fines son menos altos y nobles, pero perfectamente lícitos. Al menos mientras no choquen con el fin del equipo, como en el caso del delantero que no la pasa a nadie para lucirse sólo él. Pero aquí está el punto: en la medida en que su fin personal se desvía del fin del equipo, en esa misma medida no gana el equipo y por lo tanto tampoco se luce él. De hecho, lo que está haciendo ya no será siquiera jugar al fútbol, sino hacer circo. En síntesis: importa poco la intención siempre y cuando lo que esté haciendo sea realmente jugar al fútbol.

El error del liberalismo es creer que los fines individuales son los únicos fines posibles, y que los bienes sociales se producen como por arte de magia; el error del socialismo es creer que sólo son lícitos los fines sociales directamente queridos, y que los fines individuales son siempre deleznables y pervierten necesariamente la acción.

En educación pasa algo semejante. Así como un “jugar sólo para lucirse”, así también una “educación con fin de lucro”, llevada a su extremo, es una contradicción en los términos. Si lo único que se hace es producir plata, la educación entregada será una parodia, una pantalla para robar a la gente, como hemos visto que sucede en tantos establecimientos (públicos y privados). Pero es perfectamente posible que alguien se dedique a sostener o administrar instituciones educacionales para obtener un fin subjetivo diverso de la pura educación. No es posible que se dedique a educar, porque para eso se requiere vocación; pero los dueños y sostenedores no educan, sino que ponen condiciones para que otros lo hagan. ¿Sería mejor que sólo se interesaran por el bien de los estudiantes? Sería más noble, seguramente, pero además de poco probable, no es imprescindible, por lo tanto no es exigible. Y por otra parte, las almas nobles no siempre administran bien.

Una cosa es cierta: exigir solidaridad y benevolencia por decreto es ineficaz porque es contradictorio. Creo que este es el núcleo de la cuestión. No se puede obligar a lo gratuito, y la benevolencia, que es esencial al acto educativo, pero no a su sostenimiento, es gratuita por definición.

Así las cosas, la educación es un negocio en el mismo modo en que puede serlo cualquier otra actividad que, en sí misma, no está orientada a producir riqueza, sino bienes humanos. Es decir, no es un negocio, pero se lo puede tratar (hasta cierto punto) como si lo fuera. Y ese “cierto punto” consiste en respetar su naturaleza propia.

El problema, entonces, no es que haya gente que se enriquezca, sino que la educación entregada tenga un grado razonable de calidad (de lo contrario, es una estafa) y que su precio no sea abusivo, es decir, que no consista en la explotación de una necesidad social para cobrar más. Pero si alguien se enriquece produciendo bienes sociales a un precio justo (que, ciertamente, es mucho más bajo de lo que se suele cobrar), bien por él. Injusto es sólo aquello que me priva de lo mío; si alguien gana dándomelo, y me lo da bien, no tengo razón para quejarme.