Los fascistas de izquierda

Joaquín García Huidobro | Sección: Política, Sociedad

Los fascismos presentan caras muy diversas. No son iguales, por ejemplo, los de Hitler, Mussolini, Petain o Evita Perón. En alguna ocasión durante 1967, Jürgen Habermas habló de otro tipo de fascistas, distinto de los habituales: los fascistas de izquierda.

Se trata de una izquierda que difiere radicalmente de la gran izquierda de un Pedro Aguirre Cerda, de Benjamín Teplizky o Ricardo Núñez; es decir, de esa izquierda de arraigada vocación democrática, de hondo sentido social y profundo respeto por la ley.

La izquierda fascista es otra cosa. Cree poseer una superioridad moral tan grande, que le permite situarse por encima de las instituciones que permiten convivir de manera civilizada. Ella no necesita la justicia, porque tiene la funa, esa práctica inventada por los nazis que los fascistas de izquierda manejan con destreza. Tampoco necesita parlamentos, porque le bastan las asambleas, donde sus líderes se sitúan en el lugar preciso y gritan “¡facho!” ante cualquier opinión incómoda. ¿Negociación? Ellos solo saben decir “¡exigimos!”. Su juego es siempre “si sale ‘cara’, yo gano; si sale ‘sello’, tú pierdes”.

Uno se pregunta: ¿Cómo pueden ser tan parciales? ¿Cómo pueden decir que Carabineros se dedica a reprimir, incluso cuando la policía hace lo que puede frente a unos encapuchados que carecen de Dios y ley? ¿Por qué muestran un desprecio tal por la vida humana, que los lleva a emprender y fomentar huelgas de hambre para apoyar cualquier reivindicación que les parezca importante? ¿Por qué? Porque son fascistas de izquierda.

¿Cómo pueden negar al presidente de la Federación de Estudiantes de la Universidad de Talca el acceso a las asambleas que reúnen a los dirigentes de todas las agrupaciones estudiantiles, porque simplemente ha osado criticar sus procedimientos? Muy sencillo: son fascistas de izquierda.

¿En qué se apoyan para decir que sus tomas son pacíficas, cuando impiden por la fuerza algo tan elemental como asistir a una clase? ¿Serán pacíficas porque no degüellan a nadie? A menos que sea esa la razón, no hay manera de considerarlas tales. ¿Cómo pueden, entonces, pensar un disparate semejante? Porque son fascistas de izquierda.

¿De qué poderes especiales están revestidos, que les permiten pronunciarse sobre el Presupuesto de la Nación antes de que lo hagan los parlamentarios? ¿Qué singulares luces alumbran sus mentes, aunque sus desempeños académicos no siempre correspondan a la grandilocuencia de sus propuestas? Para un fascista de izquierda no existen los problemas que nos aquejan a todos los mortales, no hay ignorancia ni perplejidad, no conocen las dudas ni la incertidumbre. Todo está meridianamente claro cuando uno es un fascista de izquierda.

Para los fascistas de izquierda la disposición a dialogar muestra la debilidad del adversario. Solo conocen la rendición incondicional. Nada los satisface, y son capaces de cambiar una y otra vez sus demandas, haciéndolas cada vez más difíciles de cumplir. No quieren una solución, sino que la sociedad entera marche al ritmo del conflicto, porque habitan en él como en su casa.

Es difícil saber cómo enfrentar a los fascistas de izquierda sin abandonar las armas de la justicia. Pero hay, al menos, dos actitudes que conviene evitar. La primera es la ingenuidad de pensar que se conversa con ellos como uno hablaría con un adversario político normal. Los fascistas de izquierda no son adversarios políticos, sino adversarios de la política. Son radicalmente antipolíticos. Con Jacobo Timerman, que tuvo que sufrir la persecución de todo tipo de fascistas, podríamos decir que “como en tantas otras cosas, también en este tema se complementan, necesitan y concuerdan, los fascismos de izquierda y de derecha”.

La segunda actitud que es necesario evitar al hacerles frente es el miedo. Como todos los matones, ellos crecen cuando perciben que alguien les teme. También en esto, la suya es una actitud fascista.

La democracia representativa es un inmenso esfuerzo por dar voz a la mayoría, de manera ordenada y pacífica. Esa democracia es menos efervescente que el asambleísmo y la revolución. A veces se vuelve francamente tediosa o poco apasionante. Exige estar dispuesto a transar, a negociar, a gastar grandes cantidades de tiempo en escuchar propuestas con las que no se concuerda. Sin embargo, ella es la única alternativa que conocemos al caos y la violencia, en la medida en que, como decía Norberto Bobbio, ella nos permite contar las cabezas en vez de cortarlas.

 

 

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio de Santiago.