Una pistola en el cajón
Joaquín García Huidobro | Sección: Historia, Política
Cuenta Karl Popper que tenía casi 17 años cuando abandonó el marxismo. Fue después de unas protestas comunistas, en Viena (1919): “La policía abrió fuego y seis jóvenes manifestantes murieron. Yo vi cómo sucedió: estuve ahí. Y entonces comencé a pensar. Los líderes del Partido asumieron la actitud de que cuanto más terribles fueran las cosas que sucedieran, mejor; todo ayudaría a excitar la furia que era necesaria para la revolución, para la gran revolución. De modo que no lamentaron lo que sucedió, pero yo sentí una responsabilidad por esos jóvenes”. Decidió estudiar a fondo a Marx y realizar una crítica de su sistema.
La violencia no es una anécdota pasajera, sino una carta que el Partido Comunista y sus cercanos siempre se guardan en la manga, como nos ha recordado esta semana Camila Vallejo:
“El pueblo tiene derecho a combatir en masa la violencia estructural que existe en la sociedad. Y nosotros nunca hemos descartado la posibilidad de la vía armada, siempre y cuando estén las condiciones. Sin embargo, en este momento, ese camino está totalmente descartado, porque la tensión que hoy día existe es neoliberalismo versus democracia”.
Menos mal que dijo que la lucha armada estaba totalmente excluida… “en este momento”, una precisión que se parece a la letra chica de los contratos del capitalismo más salvaje. ¿Y qué pasa si el momento cambia? La suya es una suerte de declaración de guerra latente.
La izquierda no republicana se puede dar el lujo de contar con la violencia e incluso exaltarla, por una razón muy sencilla. A diferencia de la derecha, que oculta sus crímenes y siente remordimiento, esa izquierda los glorifica.
En cualquier sector político, nadie buscaría la compañía de alguien que ha fusilado un buen número de personas, campesinos incluidos. Pero decía Ernesto Guevara en 1964 ante la ONU:
“Nosotros tenemos que decir aquí lo que es una verdad conocida, que la hemos expresado siempre ante el mundo: fusilamientos, sí, hemos fusilado; fusilamos y seguiremos fusilando mientras sea necesario”.
Sin remordimiento alguno, la izquierda no republicana pone hoy la cara del “Che” en pósteres y camisetas, lo hace objeto de baladas que se cantan a la luz de una fogata, y lo transforma en objeto venerable. Lo que pasa con Guevara sucede con Fidel y tantos otros. La intelectualidad francesa ovacionaba la figura de Mao en los mismos instantes en que la Revolución Cultural quemaba libros y maltrataba a todo aquel que tuviera las neuronas medianamente entrenadas. Es el privilegio de la izquierda radical: transformar el crimen en una obra de arte.
De más está decir que ningún otro actor político goza de ventajas semejantes. ¿Qué pasaría si el diputado Iván Moreira o el senador José Antonio Gómez dijeran que “nunca hemos descartado la posibilidad de la lucha armada”? Sufrirían una funa 24 x 7, serían objeto de querellas, y su carrera política se podría dar por terminada.
El Partido Comunista, en cambio, tiene el privilegio de jugar con doble baraja: un día con capucha y otro con corbata. Y todos celebran cuando ayuda en el Congreso a deshacer los entuertos que él mismo ha provocado en la calle. Juega al diálogo, pero con una pistola en el cajón.
El recurso a la violencia acompaña a este modo de pensar. Ya Marx enseñaba que ella es la partera de la historia, y la evolución del siglo XX nos dio abundantes ejemplos de lo que eso podía significar. El poeta ruso Alexander Blok (1880-1921) constituye una buena muestra de esa glorificación revolucionaria cuando escribe:
“Transformarlo todo; ¡hacer que todo venga a ser nuevo!; ¡que nuestra vida falaz, sucia, tediosa y horrible venga a ser justa, pura, alegre y radiante! Cuando estas ideas […] quebrantan sus cadenas y se expanden en torrentes tumultuosos…, ello sí se llama una revolución”.
Los comunistas se reservan el derecho a emplear la violencia en nombre de ciertas ideas maravillosas (para ellos). Nosotros debemos protestar las veces que sea necesario, no cansarnos nunca de recordar que la política es el arte de la paz.
Cuando elevamos nuestra protesta no estamos sólo abogando por nuestras vidas. Estamos preocupándonos por ellos mismos. La lucha armada implica fusiles, balas que ahogan en sangre vidas como la de esos jóvenes cuya muerte llevó a Popper a abandonar la violenta filosofía del comunismo y a transformarse en un convencido demócrata (también Alexander Blok abandonó pronto las ilusiones revolucionarias).
Mala cosa la glorificación comunista de la violencia, entre otras razones, porque ¿qué pasa si el adversario tiene mejor puntería que ellos?
Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio de Santiago.




