“Debe buscarse la verdad en la vida, y la vida en la verdad”

Antonio R. Rubio Plo | Sección: Política, Religión, Sociedad

El 31 de diciembre de 1936 fallecía repentinamente, en Salamanca, don Miguel de Unamuno, hombre y escritor de continua búsqueda, en su trayectoria vital y literaria. Nunca consideró que había llegado a la meta en su visión del mundo, ni siquiera en medio de los trágicos acontecimientos de la República y la Guerra Civil, que le hicieron envejecer prematuramente.

A lo largo de la vida de Unamuno, las ideologías nunca fueron puerto de llegada, sino de partida. Su espíritu inquieto no se inclinó ante los dogmas del positivismo de Spencer o del socialismo de Marx, concebidos como nuevas religiones de la Humanidad. Las aguas desbordadas de las ideologías sacrificaban todo a los ideales de un mundo en construcción, pero su fuerza originaria se estancaba en las aguas pútridas de un paraíso materialista y acomodaticio. Nuestro escritor advirtió que las ideologías nunca dan respuesta al hecho de que el ser humano es finito y evitan plantearse la realidad de un hombre invadido por la congoja, atrapado en los brazos del ángel de la nada, tal y como él mismo se sintió con poco más de treinta años.

Tampoco podía Unamuno darse por satisfecho con la actividad política. Sus posiciones críticas en las Cortes republicanas, o en la Salamanca de Franco, representan la postura de un intelectual que no estaba conforme con las adhesiones en bloque, lo que le granjeaba fácilmente enemistades.

 

Su tormento espiritual

Unamuno no se impresionaba demasiado por las tormentas desencadenadas en el exterior, porque la auténtica tormenta era la que se desarrollaba en su espíritu, y así lo vemos en sus escritos, sobre todo en su poesía, donde aflora la necesidad de abrir una ventana a la trascendencia, a un Dios liberador de los miedos del hombre. Echaba de menos la pérdida de la fe de su infancia, y a menudo se sentía preso de la angustia y la decepción.

Esto no impedía a Unamuno conocer en profundidad la cultura y la tradición cristiana, como puede verse en sus artículos de viaje. Podía citar de memoria los textos de la Sagrada Escritura, aunque sufría porque la fe le resultaba inalcanzable. Quizás terminó por convencerse de que nunca llegaría a tenerla, pero no era partidario de arrojarla al almacén de los trastos viejos, tal y como pontificaban muchos políticos e intelectuales de su tiempo.

 

San Manuel Bueno, mártir

En San Manuel Bueno, mártir, su novela corta que es calificada como su testamento espiritual, suscribe, por boca de un personaje, la consabida expresión de que la religión es el opio del pueblo, aunque la considera algo necesario y nadie tiene derecho a arrebatar al pueblo la felicidad y el consuelo que pueda aportarle. Es también la percepción del protagonista, don Manuel, un sacerdote sin fe, un párroco rural al que los feligreses consideran un santo porque es un hombre plenamente entregado a ellos.

Es el que visita a los enfermos, ayuda al maestro en sus clases, o a los agricultores en sus duras tareas, sin descuidar en ningún momento sus deberes pastorales. Tiene una actividad febril con la que persigue no estar solo, seguramente porque en esos momentos de soledad se sentiría atormentado por no tener fe. Es el gran secreto que domina su vida y considera una suprema obra de caridad hacer que sus fieles no se den cuenta.

Aunque esta novela se escribió en la tardía fecha de 1930, no es difícil percibir en ella influencias del cristianismo sentimental de Tolstoi, tan bien reflejado en la obra Resurrección, toda una apoteosis del sacrificio individual, presentada como respuesta a las injusticias sociales. ¿No preconiza el novelista ruso una caridad sin Dios, aunque formalmente revestida de dichos evangélicos? El resultado, imitado en tantas épocas y lugares, es el intento de construcción de un cristianismo laico, en el que el toque civilizador pasa antes por el arrinconamiento o la eliminación de una Iglesia, que ha sido juzgada inapelablemente como tergiversadora del mensaje original cristiano.

El planteamiento del cura don Manuel no deja de ser una gran paradoja para quien conozca el lema unamuniano de que debe buscarse la verdad en la vida y la vida en la verdad. ¿Qué se puede pensar de esconder la falta de fe en nombre de la caridad, justificar la existencia de la religión por su utilidad frente al tedio de la vida, y rechazar la coherencia de la propia vida por fidelidad al pueblo? Pero nadie podrá negar la sincera búsqueda de la fe por Miguel de Unamuno. Quiere encontrar la gloria de Dios, según su poema Hermosura, en las torres, los álamos, los cielos y las aguas de su Salamanca, y en esos mismos versos llega a gritar que «mi voluntad reclina de Dios en el regazo su cabeza y duerme y sueña».

 

 

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por Alfa y Omega, www.alfayomega.es.