Educación y Estado. Desenmascarando un falso dilema

José Luis Widow Lira | Sección: Educación, Política

Con el nacimiento del Estado moderno, en el siglo XVIII, nos hemos acostumbrado a convivir con una idea de Estado totalitario impensable para antiguos y medievales, incluso si consideramos los peores gobiernos que ellos puedan haber sufrido. Lo malo es que tal idea ha sido llevada a la práctica y no sólo eso, sino que, además, pareciera que, habiéndonos acostumbrado a ella, ya no nos damos cuenta de lo mucho que la padecemos.

Me refiero a la idea a partir de la cual se hace del Estado una súper-persona, con voluntad propia y, sobre todo, con una voluntad siempre y por definición buena. Es decir, la súper-persona del Estado es además una santa.

Pues bien, en la discusión sobre la educación que se ha dado en Chile durante el año 2011, ese totalitarismo se ha manifestado con bastante claridad. Intentaré mostrar por qué.

En la discusión sobre la educación universitaria se suele hacer la distinción entre:

  1. Establecimientos de enseñanza pública, que serían los estatales.
  2. Establecimientos de enseñanza privados subvencionados por el Estado (al menos 50% de financiación por subvención), también llamados “particulares de carácter públicos”, que serían las universidades que ya existían cuando se promulga la nueva ley general de universidades en 1981 y las derivadas regionales de ellas.
  3. Establecimientos de enseñanza privadas sin subvención del Estado (menos al 50% de su financiación por subvención o dineros provenientes de organismos del Estado).  

Por supuesto que se podrían discutir las categorías en base a las cuales se hace la división, pero no lo haremos aquí. Lo que me interesa mostrar es lo que se le atribuye a cada tipo de establecimiento según el grupo en el cual se inserte y, a partir de allí, el trato que debe recibir del Estado.

A los establecimientos privados se les suele atribuir, por el sólo hecho de ser privados, intereses particulares ajenos a los del bien común, si no directamente egoístas, porque se moverían casi exclusivamente por el lucro. No voy a discutir el hecho de que ha habido universidades privadas que efectivamente han mezclado, si no reemplazado, la lógica de la planificación y organización universitaria con la del puro negocio donde el criterio central para las decisiones llegó a ser la rentabilidad exigida por el accionista. Pero sí es necesario decir que, primero, al lado de esas ha habido otras en las que el lucro no ha estado presente como fin y, segundo –y esto es lo importante–, una institución privada no está por ese sólo hecho impedida de tener como motor de su actividad el bien común o interés público o como quiera llamarse.

Los establecimientos considerados privados y subvencionados han quedado hoy en un limbo, pues los estatales quieren recibir un trato diferente de ellos, mientras que ellos quieren recibir un trato similar y que no los acerque al que reciben los privados no subvencionados. En todo caso el desplazamiento que los rectores de las universidades estatales están intentando respecto de las “particulares de carácter público” es, me parece, una muestra de la idea totalitaria que trato de explicar.

Por el otro lado de los privados, a los establecimientos estatales se les atribuye la cualidad de desarrollar su actividad de manera ajena a cualquier interés distinto del propiamente universitario. Ellas, por el sólo hecho de ser del Estado, parecieran estar recubiertas por un manto de pureza que, por definición, excluye criterios ajenos al bien común de Chile y a los objetivos educacionales del mismo establecimiento. Aquí está la idea totalitaria. El estado es bueno. Los particulares, no. Así, la conclusión es fácil: más Estado, menos libertad para hacer para los particulares.

Dadas las virtudes que están en la misma constitución de los establecimientos estatales y de los vicios que están en los privadas, tengan o no subvención, el Estado debe privilegiar en su trato a los primeros, pues su tarea es el bien común o interés público y son ellos los únicos que responden a ese objetivo. Así entonces, por ejemplo, ¡más aportes basales para las universidades estatales! ¿Contra algo que pruebe su buen uso? No es estrictamente necesario, pues las acciones del Estado son por definición buenas. ¿Aportes del mismo tipo a las particulares? ¡¡¡No!!! ¡¿Por qué el Estado tendría que subsidiar intereses privados de alguien?!

Mi pregunta es la siguiente. ¿Qué es el Estado? ¿Es esa súper-persona inmaculada y revestida de santidad cuyo fruto es siempre y necesariamente bueno? Antes aún: ¿qué tipo de existencia tiene un Estado? ¿Tiene subsistencia propia al modo como la tiene Pedro, Juan o Diego? Claramente no. Y si no, ¿cómo atribuirle una voluntad distinta de la voluntad de las personas que lo administran, sea que las consideremos individualmente, sea colectivamente? Lo que existe son personas de carne y hueso, con nombre y apellido. El Estado, al igual que cualquier institución particular, está formada por esas personas. Lo que asegura la existencia de una buena administración del Estado es que las personas que ocupan cargos en su estructura tengan la suficiente virtud como para hacerlo teniendo en vistas el bien común y no sus intereses privados. La buena administración no proviene de que una suerte de varita mágica toca con su poder a todo aquel que entra a desempeñar un cargo en dicha estructura.

Si en lo anterior estoy en lo correcto, es decir, si las voluntades reales son las de las personas, y esas voluntades son las que pueden ordenarse o no al bien común, entonces tenemos dos consecuencias importantes. Una, las voluntades de quienes ocupan cargos estatales no están, por ese solo hecho, aseguradas contra cualquier “distracción” suscitada por intereses ajenos al bien común. Así, ni siquiera está asegurado que las personas que están en los establecimientos estatales actúen por un afán distinto del lucro, aun cuando la institución como tal, no tenga ese objetivo. Si son las personas las que tienen voluntad y no el Estado, ¿por qué arte de birlibirloque una persona particular –como a fin de cuentas lo son todas– se convierte de la noche a la mañana, cuando ingresa al establecimiento estatal, en el virtuoso que sólo mira el bien común?

La segunda consecuencia es que tampoco es necesario concluir que los particulares por ser tales estén determinados a actuar por intereses puramente privados. Los particulares también pueden ser buenos ciudadanos y actuar directamente en aras del bien común. Ejemplos hay muchos.

Ya está bueno de esa mirada sospechosa que, especialmente algunos rectores, dirigen al mundo de las universidades no estatales. Mirada que, aparte de ser un reflejo de ese totalitarismo del cual hablamos, además es arbitrariamente discriminatoria: separa a las personas en ciudadanos virtuosos, si están en establecimientos estatales, y en ciudadanos egoístas de los cuales el Estado debe defenderse. El Estado existe para el bien común, pero ese bien común no se identifica, como piensan los totalitarios, con el bien del Estado, sino alcanza a toda la sociedad, la cual, entonces, no es ni se puede pretender que sea una suerte de tropa de egoístas que hacen de la misma sociedad y del estado una mera herramienta para su propio beneficio. Esta idea no es más que el reflejo de del totalitarismo que anima. Y si no es así, no quedaría más que pensar lo que reza el dicho: “cree el ladrón que todos son de su condición”. ¿No será que los que son incapaces de imaginar una vida particular abierta y preocupada por el bien común para sí mismos, piensan, por eso, que todos los demás son iguales?