Emergencia del sentido común

Jaime Antúnez Aldunate | Sección: Educación, Política, Sociedad

Muchos quienes observan los hechos en curso en el país coinciden en algunas apreciaciones relevantes. Primero, que la confusión producida por el movimiento estudiantil en curso es generalizada y alcanza a todos los actores. Segundo, que la impericia del Ejecutivo para ordenar la discusión y encauzar los hechos ejerciendo así la autoridad que el país le entregó es indiscutible. Tercero, que ante la marea montante de la sorpresa y la perplejidad, Alianza y Concertación figuran emparejadas como esos dibujos casi idénticos en los que hay que descubrir las cinco diferencias. Cuarto, que las causas de lo que vemos se arrastran desde décadas atrás, que tienen un trasfondo cultural similar al que se expresa actualmente en otras partes del mundo bajo banderas distintas de la cuestión educacional, que ha sido su punto de partida en Chile.

Si pretendemos acotar este último aspecto, el más relevante –sin dar la espalda a su agobiante factor financiero que exige urgente atención–, podemos sin dificultad fijar la mirada en realidades duras e indesmentibles que arrastran la atención a un problema mayor. Ante todo, que el tema de la crisis educacional no es en absoluto privativo de Chile. Que los expertos lo vinculan con un natural efecto de la masificación de la educación en la sociedad contemporánea. Que lo padecen y reconocen como suyo las autoridades de naciones de antigua cultura y de eminentes maestros, así Francia, España e Italia, entre otras. Que el problema alcanza a la más antigua institución educacional de Occidente, la Iglesia católica, siendo el propio Benedicto XVI quien acuñara para Roma e Italia como diagnóstico de la situación, el significativo concepto de “emergencia educativa”. Esto constatado, para atisbar lo que sucede y lo que viene hacia adelante habría que detenerse en aquella cuarta cuestión, la del trasfondo cultural. También al respecto son muchas las autorizadas voces que coinciden desde distintos lugares.

El tema aparece directamente relacionado con la crisis de la familia tradicional y con los modelos proyectados por la cultura mediática dominante y globalizada, que favorecen el egocentrismo y la excentricidad, al tiempo que minan una equilibrada relación entre sexos opuestos y generaciones. Cierto “nihilismo” instalado por esta vía entre los jóvenes penetra sus sentimientos, confunde sus pensamientos, castra sus horizontes, cansa y entristece. Aquí y allá, psiquiatras que trabajan en el campo de la infancia y la adolescencia registran la creciente falta de deseos profundos y estables en una generación que ha visto desvanecerse paulatinamente las razones para la confianza y que, por primera vez, mira el futuro más como una amenaza que una promesa, situación que de suyo anestesia el reclamo ontológico ínsito en toda alma humana hacia lo divino y trascendente. Si educar nunca ha sido fácil -siendo que profesores y alumnos más que en el aula se encuentran instalados en la sociedad en que viven-, bien se comprende cómo la tarea se hace hoy difícil. Todo lo cual, en su conjunto, contribuye a que el daño más grande, el de perderse a sí mismo (a veces más imperceptible, apuntó Kierkegaard, que perder un brazo o a un ser querido), se transforme para cada cual en una realidad perfectamente al alcance.

El fenómeno de descarga afectiva y dificultad en adherirse a la realidad que esta situación conlleva ha sido anotado incluso por testigos insospechados, así por ejemplo el conocido director del ultraliberal periódico La Reppublica, Eugenio Scalfari, según quien “la herida en estos jóvenes ha sido el aburrimiento invencible y existencial, que ha matado el tiempo y la historia, las pasiones y las esperanzas”. Luego, por cierto, habría que preguntar al propio Scalfari y a quienes sostienen la misma conducta ideológica, si acaso el subjetivismo de todas las opiniones y la “dictadura del relativismo”, materias en que se muestra tan aventajado adalid, no son el fruto existencial venenoso que retroalimenta ese letargo y desconexión que precisamente él lamenta.

Si intelectualmente son muchísimos los peldaños que hay que descender desde la “náusea” de Jean-Paul Sartre a la “indignación” de Stéphane Hessel, son muchos también los que observan –y a la luz de lo anterior parece bien verosímil– que las aguas profundas que se mueven en diversas latitudes del globo anuncian hoy algo semejante en su envergadura con el movimiento estudiantil nacido en la Francia de los sesenta, cuyas huellas se hicieron sentir fuertemente en todo el mundo occidental. Si esto es efectivamente así, hay importantes previsiones a tomar para salvar positivamente el curso de los acontecimientos.

Todos los actores –incluidos las autoridades y los estudiantes– deberían no confundir el escenario de unas reivindicaciones concretas y subsanables con un “tsunami cultural” capaz de operar en el trasfondo, no sólo chileno. En la fuerza imprevisible de esas corrientes subterráneas deberían reparar, asimismo, los actores políticos y sindicales que aprovechan la circunstancia para intentar transformar el movimiento estudiantil en un movimiento “multipropósito”, sin advertir los peligros del aprendiz de brujo. Cada cual, por fin –padres, hijos, maestros, alumnos–, tendríamos que tener las mentes abiertas a las consecuencias personales últimas de lo que está entrando en juego. “Facultad en huelga: los teólogos cerramos nuestras Biblias” leí recién en un cartel al cruzar frente a una Facultad de Teología. Clausurar las fuentes de la Sabiduría: paradigma de la aberración a evitar. Más que una “emergencia educativa”, verdadera emergencia del sentido común.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio.