Vivir dentro la verdad: Libertad religiosa y misión católica en el nuevo orden mundial

Mons. Charles Chaput | Sección: Historia, Religión, Sociedad

Tertuliano dijo en una ocasión la famosa frase sobre que la sangre de los mártires es la semilla de la Iglesia. Y Eslovaquia es el lugar perfecto para que hoy recordemos sus palabras. Aquí, y en toda la Europa central y oriental, los católicos sufrieron durante 50 años los regímenes criminales de nazis y soviéticos. De modo que en todos ellos la gente conoce por amarga experiencia el costo real del testimonio y también —desgraciadamente— el costo de la cobardía, la colaboración y el auto engaño frente al mal.

Quiero empezar sugiriendo que muchos católicos de Estados Unidos y Europa Occidental simplemente no comprenden esos costos. Ni parecen importarles. Como resultado, muchos son indiferentes al proceso que están padeciendo nuestros países y que a los sociólogos les gusta llamar “secularización,” pero que envuelve, en la práctica, el repudio de las raíces y el alma cristiana de nuestra civilización.

Los católicos norteamericanos no tienen experiencia de la represión sistemática tan familiar en vuestras Iglesias. Es cierto que el prejuicio anticatólico ha desempeñado siempre un papel en la vida norteamericana. Esta intolerancia se originó primero de la cultura protestante dominante en mi país, y ahora proviene de las clases dominantes “post-cristianas.” Pero esto es muy diferente de una persecución deliberada. En general, los católicos han prosperado en Estados Unidos. La razón es simple. América ha tenido siempre un fundamento moral ampliamente cristiano y amistoso hacia la religión, y nuestras instituciones públicas fueron establecidas como no sectarias, no antirreligiosas.

En el corazón de la experiencia norteamericana hay un “realismo bíblico” instintivo. A causa de nuestra herencia protestante siempre hemos comprendido —al menos hasta ahora— que el pecado es real, y que hombres y mujeres pueden ser corrompidos por el poder y la prosperidad. Los norteamericanos se han sentido a menudo tentados de ver a nuestra nación como predestinada, o especialmente ungida por Dios. Pero en los hábitos de la vida diaria, siempre hemos sabido que “la ciudad de Dios” es algo muy distinto de “la ciudad del hombre.” Y nos cuidamos de no confundirlas.

Alexis de Tocqueville, en su Democracy in América, escribió:

El despotismo puede prescindir de la fe, pero la libertad no…” Por lo tanto, “¿Qué hacer con una gente que es dueña de sí misma, si no es obediente a Dios?”. [1]

Los fundadores de América fueron un grupo diverso de cristianos practicantes y deístas del iluminismo. Pero casi todos eran amigos de la fe religiosa. Ellos creían que la gente libre no podía seguir siendo libre sin fe religiosa y las virtudes que ella promueve. Buscaban mantener al estado y la Iglesia separados y autónomos entre sí. Pero sus motivos eran muy diferentes de la agenda revolucionaria que había en Europa. Los fundadores norteamericanos no confundían el estado con la sociedad civil. No deseaban una vida pública radicalmente secularizada. No tenían intenciones de mantener a la religión apartada de los asuntos públicos. Por el contrario, querían garantizar a los ciudadanos la libertad de vivir su fe pública y vigorosamente, y que hicieran valer sus convicciones para la construcción de una sociedad justa.

Obviamente, necesitamos recordar que existen otras grandes diferencias entre las experiencias europeas y americanas. Europa ha sufrido algunas de las peores guerras y de los regímenes más violentos en la historia de la humanidad. Estados Unidos no ha visto una guerra sobre su territorio en 150 años. Los norteamericanos no han experimentado ciudades bombardeadas o colapsos sociales, y tienen poca experiencia de pobreza, política ideológica o hambre. Como resultado, el pasado ha dejado a muchos europeos con una mundanidad  y un pesimismo que parecen muy diferentes del optimismo que marca a la sociedad americana.  Pero estas y otras diferencias no cambian el hecho de que nuestras rutas al futuro ahora están convergiendo. Hoy día, en la era de la interconexión global, los desafíos que enfrentan los católicos en América son muy parecidos a los Europa: Encaramos una visión política agresivamente secular y un modelo económico consumista que dan como resultado —en la práctica, si no en su intención explícita— una nueva clase de ateísmo estimulado por el estado.

Para decirlo de otra manera: La visión del mundo derivada del iluminismo que dio origen a las grandes ideologías criminales del siglo pasado siguen muy vivas. Su lenguaje es más suave, sus intenciones parecen más benévolas, y su cara es más amistosa. Pero el impulso que hay en su base no ha cambiado, es decir, el sueño de construir una sociedad separada de Dios; un mundo en que los hombres, de manera totalmente autosuficiente, satisfacen sus necesidades y deseos a través de su propia inventiva.

Esta visión presupone un mundo francamente “post cristiano,” gobernado por la racionalidad, la tecnología y una buena ingeniería social. La religión tiene un lugar en esta visión del mundo, pero sólo como un accesorio individual al estilo de vida. La gente es libre de rendir culto y de creer cualquier cosa que quieran, siempre que se guarden sus creencias para sí mismos y no pretendan entrometer sus idiosincrasias religiosas en las labores del gobierno, la economía o la cultura.

Ahora, al oírlo por primera vez, esto podría sonar como una forma razonable de organizar una sociedad moderna, que incluye un amplio rango de tradiciones étnicas, religiosas y culturales, diferentes filosofías de la vida y enfoques de cómo vivirla.

Pero de inmediato nos golpean dos detalles desagradables.

Primero, “libertad de culto” no es en absoluto lo mismo que “libertad religiosa.” La libertad religiosa incluye el derecho a predicar, enseñar, reunirse, organizarse y abordar públicamente los problemas de la sociedad problemas, tanto en cuanto individuos como unidos en comunidades de fe. Esta es la comprensión clásica del derecho de un ciudadano al “libre ejercicio” de su religión en la Primer Enmienda de la Constitución Norteamericana. Esto está también implícito en el Artículo 18 de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre. En contraste, la libertad de “culto” es una idea mucho limitada y más restrictiva.

Segundo, ¿Cómo se adecua la retórica de la tolerancia iluminada y secular con la “experiencia real” de los fieles católicos en Europa y Norteamérica en años recientes?

En Estados Unidos, una nación que es todavía 80 por ciento cristiana, con alto grado de práctica religiosa, las agencias gubernamentales ahora procuran cada vez más dictar la forma en que los ministerios eclesiales deberían operar, y forzarlo a vivir prácticas que destruirían su identidad católica. Se han hecho esfuerzos para desalentar o criminalizar la expresión de ciertas creencias católicas como “prédica de odio.” Actualmente, nuestras cortes y legislaturas realizan acciones que socavan la vida matrimonial y familiar y que procuran barrer de nuestra vida pública los símbolos y signos de influencia cristiana

En Europa, vemos tendencias similares, aunque marcadas por un desprecio aún más abierto del cristianismo. Los jefes religiosos han sido vilipendiados en los medios y aún en las cortes simplemente por expresar la enseñanza católica. Hace algunos años, a uno de los principales políticos católicos de nuestra generación, Rocco Buttiglione, se le negó un puesto importante en la Unión Europea debido a sus creencias católicas.

A comienzos de este verano, fuimos testigos de un tipo de matonaje vengativo que no se veía en este continente desde los días de los métodos policiales nazis y soviéticos: el palacio Arzobispal de Bruselas fue allanado por la policía; hubo obispos detenidos e interrogados durante 9 horas sin el debido proceso; sus computadores personales, teléfonos celulares y archivos fueron incautados. Incluso las tumbas de los muertos de la Iglesia fueron violadas en el allanamiento. Para la mayor parte de los norteamericanos, este tipo de humillación pública calculada de los líderes religiosos sería un escándalo y un abuso del poder del estado. Y esto no es a causa de las virtudes o los pecados de cualquier líder religioso involucrado, dado que todos tenemos la obligación de obedecer las leyes justas. Es un escándalo, más  bien, porque la autoridad civil, por su dureza, muestra desprecio por las creencias y los creyentes a los que los líderes representan.

Lo que quiero decir es esto: Estas no son acciones de gobiernos que ven a la Iglesia Católica como socio valorado en sus planes para el siglo XXI. Muy por el contrario. Estos hechos sugieren una emergente discriminación sistemática contra la Iglesia que ahora parece inevitable.

Los secularizadores de hoy han aprendido del pasado. Son más hábiles en su intolerancia; más elegantes en sus relaciones públicas, más inteligentes en su trabajo para excluir la influencia de la Iglesia y de los creyentes individuales de la vida moral de la sociedad. Durante las próximas décadas, el cristianismo se convertirá en una fe que podrá hablar cada vez menos libremente en la plaza pública. Una sociedad en que se impide a la fe expresarse vigorosamente en público es una sociedad que ha convertido al estado en un ídolo. Y cuando el estado se convierte en un ídolo, los hombres se convierten en la ofrenda sacrificial.

El Cardenal Henri de Lubac escibió una vez que: “No es cierto…que el hombre no pueda organizar el mundo sin Dios. Lo que es cierto, es que sin Dios, finalmente (el hombre) sólo puede organizarlo contra el hombre. El humanismo excluyente es un humanismo inhumano.” [2]

Ahora Occidente está avanzando de manera sostenida en dirección a ese nuevo “humanismo inhumano.” Y para que la Iglesia responda con fidelidad con fidelidad es necesario que recurramos las lecciones que sus Iglesias aprendieron bajo el totalitarismo.

Un catolicismo de resistencia se debe basar en la confianza en las palabras de Cristo: “La verdad os hará libres.” [3] Esta confianza les permitió percibir la naturaleza de los regímenes totalitarios. Les ayudó a articular nuevas formas de ser discípulos. Cuando me preparaba para esta charla releyendo las palabras de Václav Havel, el líder checo, me impactó el profundo humanismo cristiano de su idea de “vivir dentro de la verdad”. [4] Hoy día los católicos necesitan ver su discipulado y misión precisamente así: “vivir dentro de la verdad.”

Vivir dentro de la verdad significa vivir de acuerdo con Jesucristo y con la Palabra de Dios en la Sagrada Escritura. Significa proclamar la verdad del Evangelio cristiano, no sólo con nuestras palabras sino con nuestro ejemplo. Significa vivir cada día y cada momento con la inquebrantable convicción de que Dios vive, y que su amor es la fuerza motriz de la historia humana y el motor de todas las vidas auténticamente humanas. Significa creer que vale la pena vivir y morir por las verdades del Credo.

Vivir dentro de la verdad también significa decir la verdad y llamar a las cosas por su nombre. Y eso significa exponer las mentiras con las que algunos hombres tratan de forzar a otros a vivir.

Dos de las mayores mentiras en el mundo de hoy son, primero, que el cristianismo ha tenido una importancia relativamente menor en el desarrollo de Occidente; y segundo, que los valores e instituciones occidentales pueden sostenerse sin un fundamento en los principios morales cristianos.

Antes de hablar de estas dos falsedades, durante un momento deberíamos hacer una pausa para pensar acerca del significado de la historia.

La historia no se refiere simplemente de aprender hechos. La historia es una forma de memoria, y la memoria es una piedra angular de la propia identidad. El genio y el significado único de la civilización occidental no se pueden comprender sin los 20 siglos de contexto cristiano en que se han desarrollado. Un pueblo que no conoce su historia, no se conoce a sí mismo. Es un pueblo condenado a repetir los errores de su pasado porque no pueden ver qué es lo que el presente —que siempre florece a partir del pasado— requiere de ellos.

La gente que olvida quién es puede ser manipulada mucho más fácilmente. Esto fue dramatizado en la famosa imagen de Orwell del “agujero de la memoria” en su novela 1984. Hoy día, la historia de la Iglesia y el legado del cristianismo occidental están siendo tirados al agujero de la memoria. Esa es la primera mentira que debemos enfrentar.

La minimización del pasado cristiano de Occidente se hace a veces con la mejor de las intenciones, con el deseo de promover la coexistencia pacífica en un una sociedad pluralista. Pero con mayor frecuencia se hace para marginalizar a los cristianos y neutralizar el testimonio público de la Iglesia.

La Iglesia debe denunciar y luchar contra esta mentira. Ser europeo o americano es ser heredero de una profunda síntesis cristiana de la filosofía y el arte griegos, de la ley romana y de la verdad bíblica. Esta síntesis dio origen al humanismo cristiano que apuntala toda la civilización occidental.

Aquí podríamos recordar al académico y pastor Dietrich Bonhoeffer. Él escribió estas palabras en 1943, en los meses anteriores a su arresto por la Gestapo: “La unidad de Occidente no es una idea sino una realidad histórica, de la cual el único fundamento es Cristo”. [5]

Nuestras sociedades occidentales son cristianas por nacimiento, y su supervivencia depende de la resistencia de los valores cristianos. Nuestros principios fundamentales y nuestras instituciones políticas están basados, en gran medida, de la moralidad del evangelio y de la visión cristiana del hombre y del gobierno. Aquí estamos hablando no sólo de la teología cristiana e ideas religiosas. Estamos hablando acerca de las anclas de nuestras sociedades: gobierno representativo y separación de poderes; libertad de religión y conciencia; y, lo más importante, la dignidad de la persona humana. Esta verdad acerca de la unidad esencial del Occidente tiene un corolario, como también observó Bonhoeffer: Saquen a Cristo y eliminarán el único fundamento confiable de nuestros valores, instituciones y forma de vida.

Eso significa que no podemos pasarnos sin nuestra historia debido a una preocupación superficial por no ofender a nuestros vecinos no cristianos. A pesar del parloteo de los “nuevos ateos,” no hay ningún riesgo de que el cristianismo sea impuesto a la gente en lugar alguno de Occidente. Los únicos “estados confesionales” del mundo actual son los regidos por dictaduras islámicas o ateas, regímenes que han rechazado la creencia del occidente cristiano en los derechos humanos y en el equilibrio de poderes.

Yo aseguraría que la defensa de los ideales occidentales es la única protección que nosotros y nuestros vecinos tenemos contra la caída hacia nuevas formas de represión, sea que esta pueda provenir de manos del Islam extremista o de los tecnócratas seculares.

Pero la indiferencia por nuestro pasado cristiano contribuye a la indiferencia respecto de nuestros valores e instituciones en el presente. Y esto me lleva a la segunda gran mentira con la que convivimos hoy día: la mentira de que no existe ninguna verdad inmutable.

El relativismo es ahora la religión civil y la filosofía pública de Occidente. Una vez más, el argumento a favor de este punto de vista puede parecer persuasivo. Dado el pluralismo del mundo moderno, pudiera parecer que tiene sentido que la sociedad quiera afirmar que ningún individuo o grupo tiene el monopolio de la verdad; que lo que una persona considera bueno y deseable para otra puede no serlo; y que todas las culturas y religiones deberían ser respetadas como igualmente válidas.

En la práctica, sin embargo, vemos que, sin la creencia en principios morales fijos y en verdades trascendentales, nuestras instituciones políticas y nuestro lenguaje se convierten en instrumentos al servicio de una nueva barbarie. En nombre de la tolerancia llegamos a tolerar la más cruel intolerancia; el respeto por las otras culturas llega a dictar el menosprecio por la que nos es propia; la enseñanza del “vive y deja vivir” justifica que los fuertes vivan a expensas de los débiles.

Este diagnóstico nos ayuda a comprender una de las injusticias fundacionales de Occidente hoy: el crimen del aborto.

Me doy cuenta de que la licencia para abortar es un asunto de ley real en casi todas las naciones occidentales. En algunos casos, esta licencia refleja la voluntad de la mayoría y es hecha cumplir a través de medios legales y democráticos. Y estoy consciente de que mucha gente, incluso en la Iglesia, encuentran raro que los católicos americanos todavía hagamos de la santidad de la vida por nacer algo tan fundamental de nuestro testimonio público.

Déjenme decirles por qué creo que el aborto es el tema crucial de nuestra época.

Primero, porque el aborto también tiene relación con vivir dentro de la verdad. El derecho a la vida es el fundamento de todos los demás derechos humanos. Si ese derecho no es inviolable, entonces no se puede garantizar ningún derecho.

O para decirlo más claramente: un homicidio es un homicidio, por muy pequeña que sea la víctima.

Aquí hay otra verdad que muchas personas de la Iglesia todavía no han captado del todo: la defensa de la vida del recién nacido y del no nacido ha sido un elemento central de la identidad católica desde la época apostólica.

Voy a repetir eso: desde los primeros días de la Iglesia, ser católico ha significado negarse a participar en cualquier forma en el crimen del aborto, sea procurando un aborto, realizando uno o haciendo posible este crimen a través de acciones o inacciones en el ámbito político o judicial. Más que eso, ser católico ha significado denunciar todo lo que ofende la santidad o la dignidad de la vida como ha sido revelada por Jesucristo.

Se pueden encontrar pruebas de esto en los primeros documentos de la historia de la Iglesia. En nuestros días —cuando la santidad de la vida no sólo está amenazada por el aborto, el infanticidio o la eutanasia, sino también por la investigación embrionaria y las tentaciones eugenésicas de eliminar a los débiles, los discapacitados y los ancianos enfermos— este aspecto de la identidad católica se hace aún  más vital para nuestro discipulado.

Mi objeto al mencionar el aborto es este: su amplia aceptación en Occidente nos muestra que sin un fundamento en Dios o en una verdad más alta, nuestras instituciones democráticas pueden convertirse fácilmente en herramientas contra nuestra propia dignidad humana.

Nuestros valores más apreciados no se pueden defender sólo mediante la razón, o simplemente por lo que son en sí mismos. No tienen ninguna auto-sustentación o justificación “interna.”

No hay ninguna razón inherentemente lógica o utilitaria para que la sociedad deba respetar los derechos de la persona humana. Hay aún menos razón para reconocer el de aquellos cuyas vidas imponen cargas a otros, como es el caso del niño en el seno materno, los enfermos terminales o los incapacitados físicos o mentales.

Si los derechos humanos no vienen de Dios, entonces ellos dependen de las convenciones arbitrarias de los hombres. El estado existe para defender los derechos del hombre y para promover su florecimiento. El estado nunca puede ser la fuente de esos derechos. Cuando el estado se arroga ese poder, incluso una democracia se puede convertir en totalitaria.

¿Qué es el aborto legalizado sino una forma de íntima violencia que se viste de democracia? Se da a la voluntad de poder de los fuertes la fuerza de la ley para matar a los débiles.

En esa dirección vamos en Occidente hoy día. Y hemos estado ahí antes. Los eslovacos y muchos otros ciudadanos  de Europa central y oriental han vivido eso.

Yo sugerí antes que la libertad religiosa de la Iglesia está siendo atacada hoy día de una forma que no se ha visto desde las épocas del nazismo y el comunismo. Creo que ahora estamos en una mejor posición para comprender por qué.

Richard Weaver, un académico filósofo social norteamericano, escribió en la década de 1960: “Estoy absolutamente convencido de que el relativismo debe llevar finalmente de régimen de fuerza”. [6]

Tenía razón. Hay una especie de “lógica interna” que lleva al relativismo a la represión.

Esto explica la paradoja de las sociedades occidentales pueda predicar la tolerancia y la diversidad al mismo tiempo que socavan y penalizan agresivamente la vida católica. El dogma de la tolerancia no puede tolerar la creencia de la Iglesia en que hay algunas ideas y conductas que no debieran ser toleradas porque nos deshumanizan. El dogma de que todas las verdades son relativas no puede permitir el pensamiento de que algunas podrían no serlo.

Las creencias católicas que irritan más profundamente las ortodoxias de Occidente son las que se refieren al aborto, la sexualidad y el matrimonio entre un hombre y una mujer. Esto no es accidental. Estas creencias cristianas expresan la verdad acerca de la fertilidad, el significado y el destino  humanos.

Estas verdades son subversivas en un mundo que querría que creyéramos que Dios no es necesario y que la vida humana no posee una naturaleza o propósito propios. Por eso la Iglesia debe ser castigada, porque, a pesar de todos los pecados y debilidades de su gente, sigue siendo la Esposa de Jesucristo; sigue siendo una fuente de belleza, significado y esperanza que rehusa morir; y sigue siendo el hereje más atractivo y peligroso del nuevo orden mundial.

Permítanme resumir lo que he estado diciendo.

Mi primer punto es este: las ideas tienen consecuencias. Una mala idea tiene malas consecuencias. Hoy estamos viviendo en un mundo que está bajo la influencia de algunas ideas muy destructivas, la peor de las cuales es que los hombres pueden vivir como si Dios no importara y como si el Hijo de Dios no hubiera habitado este mundo. Como resultado de estas malas ideas, la libertad de la Iglesia para ejercer su misión está siendo atacada. Necesitamos comprender por qué sucede esto, y es necesario que hagamos algo acerca de ello.

Mi segundo punto es simplemente el siguiente: ya no podemos permitirnos tratar el debate sobre la secularización —que realmente significa cauterizar nuestra memoria cultural para sacar al cristianismo de ella— como si el problema fuera de los miembros de la jerarquía de la Iglesia. El surgimiento de una “nueva Europa” y una “América próxima,” enraizadas en algo distinto de los hechos reales de nuestra historia con forma cristiana, tendrá consecuencias dañinas para todos los creyentes serios.

No es necesario que abandonemos el diálogo honesto, y no deberíamos hacerlo. Nada más alejado de nuestra idea. La Iglesia siempre necesita buscar amistades, áreas de acuerdo, y formas de plantear argumentos positivos y razonados en la plaza pública. Pero es tonto esperar gratitud o siquiera respeto de nuestras clases gobernantes o del liderazgo cultural de hoy. La imprudencia ingenua no es una de las virtudes evangélicas.

En todas las épocas, la tentación de la Iglesia es tratar de llevarse bien con el César. Y es muy cierto: la Escritura nos dice que debemos respetar y rezar por nuestros gobernantes. Pero nunca podemos dar al César lo que es de Dios. Debemos obedecer a Dios primero; las obligaciones hacia la autoridad política siempre vienen en segundo lugar. No podemos colaborar con el mal sin llegar gradualmente a ser malos nosotros mismos. Esa es una de las lecciones más vivamente crueles del siglo XX. Y es una lección que espero que hayamos aprendido.

Eso me trae a mi tercer y último punto de hoy: vivimos en un momento en que la Iglesia está llamada a ser una comunidad creyente de resistencia. Debemos llamar las cosas por su verdadero nombre. Debemos luchar contra los males que vemos. Y, lo que es más importante aún, no debemos engañarnos a nosotros mismos pensando que marchando junto con las voces del secularismo y la descristianización podremos de alguna manera mitigar o cambiar las cosas. Sólo la Verdad puede hacer libres a los hombres. Debemos ser apóstoles de Jesucristo y de la Verdad que Él encarna.

De manera que, ¿qué significa esto para nosotros como discípulos individuales? Déjenme ofrecerles algunas pocas sugerencias a manera de conclusión.

Mi primera sugerencia procede una vez más del gran testigo contra el paganismo del Tercer Reich, Dietrich Bonhoeffer: “La renovación de Occidente se encuentra solamente en la renovación divina de la Iglesia, que la conduce a la comunidad con Jesucristo resucitado y vivo”. [7]

El mundo necesita urgentemente un nuevo despertar de la Iglesia en nuestras acciones y en nuestro testimonio público y privado. El mundo nos necesita a cada uno de nosotros para alcanzar una experiencia más profunda de nuestro Señor Resucitado en la compañía de nuestros hermanos en la fe. La renovación de Occidente depende abrumadoramente de nuestra fidelidad a Jesucristo y a su Iglesia.

Necesitamos creer realmente lo que decimos que creemos. Y luego es necesario que lo demostremos con el testimonio de nuestras vidas. Debemos estar tan convencidos de las verdades del Credo que estemos encendidos de deseo de vivir de acuerdo con esas verdades, de amar según esas verdades, y de defender esas verdades, incluso hasta el punto de nuestra propia incomodidad y sufrimiento.

Somos embajadores del Dios vivo en un mundo que está apunto de olvidarse de Él. Nuestro trabajo es hacer que Dios sea real; ser las caras de su amor; proponer una vez más al hombre de nuestros días el diálogo de la salvación.

La lección del siglo XX es que no hay gracia barata. Este Dios en quien creemos, que Dios que ama tanto al mundo que envió a su único Hijo a sufrir y morir por él, nos exige que vivamos el mismo modelo de vida, valiente sacrificial, que nos mostró Jesucristo.

La forma de la Iglesia, y la forma de todas las vidas cristianas, es la forma de la cruz. Nuestras vidas deben convertirse en una liturgia, una ofrenda de nosotros mismos que abarca el amor a Dios y la renovación del mundo.

Los grandes mártires eslovacos del pasado sabían esto. Y mantuvieron viva esta verdad cuando el amargo peso del odio y el totalitarismo se  impuso sobre su gente. En este momento estoy pensando especialmente en sus heroicos obispos, los Beatos Vassili Hopko y Pavel Gojdic, y en la heroica hermana, Beata Zdenka Schelignová.

Necesitamos mantener este hermoso mandato de la hermana Zdenka cerca de nuestros corazones:

Mi sacrificio, mi Santa Misa, empieza en la vida diaria. Desde el altar del Señor voy al altar de mi trabajo, debo ser capaz de continuar el sacrificio del altar en todas las situaciones… Es Cristo al que debemos proclamar a través de nuestras vidas, a Él ofrecemos el sacrificio de nuestras voluntad.” [8]

Roguemos a Jesucristo con toda la energía de nuestras vidas. Y apoyémonos unos a otros —al costo que sea— de manera que cuando presentemos nuestra cuenta al Señor estemos entre el número de los fieles y valientes, y no de los cobardes o vacilantes; o de los que cedieron hasta que no quedaba nada de sus convicciones; o entre los que callaron cuando debieran haber hablado la palabra adecuada en el momento adecuado. Gracias. Y que Dios los bendiga a todos.

Notas:

Mons. Chaput es el Arzobispo de Denver, EE.UU. Este artículo corresponde a su conferencia en la Asociación de Derecho Canónico de Eslovaquia. La traducción al castellano es de María Concepción Lira, y el artículo original está publicado en http://archden.org/index.cfm/ID/4396.

[1] Alexis de Tocqueville, Democracy in America, vol. 1, pt. 2, chap. 9 (New York: Library of America, 2004), 340.

[2] Henri de Lubac, The Drama of Atheist Humanism (San Francisco: Ignatius, 1998), 14.

[3] Juan 8:32.

[4] Ver Václav Havel, “The Power of the Powerless” (1978), en Open Letters: Selected Writings 1965–1990 (New York: Knopf, 1991), 125–214.

[5] Dietrich Bonhoeffer, Ethics (London: SCM, 1983), 72–73.

[6] Richard Weaver, “Relativism and the Crisis of our Times” (1961), en In Defense of Tradition: Collected Shorter Writings of Richard M. Weaver, 1929–1963 (Indianapolis: Liberty Fund, 2001), 104.

[7] Bonhoeffer, Ethics, 95.

[8] Ver “Novena to the Blessed Zdenka Schelingová,” en www.holycrosssisters.org/s_zdenka.html.