¿Para qué educar?
Pedro Gandolfo | Sección: Educación, Sociedad
En Chile existe una respuesta nítida a esa pregunta: se educa para que los alumnos, al final del proceso, 12 o 14 años después, puedan insertarse en el mundo laboral de una economía de libre mercado, obtener mayores ingresos y mejor bienestar económico. Hay, según la literatura al respecto, una correlación entre mayores y mejores niveles de educación y mayores y mejores niveles de ingreso. En este orden de ideas, la educación sería una herramienta poderosa para vencer la pobreza. Hay cierto consenso transversal sobre estos puntos y de ello se deriva que el Estado de Chile, mediante sus leyes, reglamentos e instituciones competentes, coercitivamente, promueva estos logros.
Me gustaría plantear algunas interrogantes. Este propósito, que parece tan bien intencionado, tiene un lado B: ¿acaso no significa imponer un único modelo uniforme de educación funcional a los valores (eficiencia, competitividad, éxito medido por el dinero) que impulsan a la racionalidad puramente económica?
¿Existe libertad —una palabra que nos es tan cara y que a este respecto parece valer tan poco— en Chile para proponer y desarrollar otros modelos educacionales? ¿Puedo formar una escuela para el arte, la creatividad y el pensamiento crítico? ¿O la espiritualidad, la vida comunitaria, la austeridad y simplicidad de vida pueden ser propuestas como modelo educacional alternativo para nuestros hijos? ¿O tan sólo cabe esperar que se conviertan en piezas que calcen y operen en una sociedad que premia el producir, rentar y acrecentar la riqueza material? ¿Qué valor tienen el ocio y la gratuidad –cuya prioridad es para algunos grandes pensadores el rasgo distintivo de Occidente– en los objetivos de nuestro sistema educacional?
Y no creo, como se arguye, que éstas sean preguntas elitistas. Al contrario, pienso que las personas más pobres tienen derecho también (y sobre todo) a disfrutar de estos bienes y no quedar a merced de la visión de “vida buena” que ciertos ricos creen que es la única “buena vida” digna, admirable y deseable.
Eso me conduce a otra pregunta: ¿con qué criterios y apelando a qué autoridad y sabiduría (oracular) el Estado fija el modelo final de alumno con varias épocas de anticipación? Entré a la educación básica en 1965 y ahora, pasados los 50 años, puedo decir que el pronóstico que las autoridades educacionales de entonces hicieron respecto de las habilidades y conocimientos que requeriría en mi vida 15 años después, desde 1980, falló en 90 por ciento. Y no soy una persona extraordinaria, sólo una persona. ¿No es la hora de pensar una educación que otorgue el apoyo, los medios y la libertad para que esa persona florezca, y así la floración no sea el privilegio de unos pocos?
Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio, http://blogs.elmercurio.com.




