Corregir al que yerra
Mons. Miguel Romano Gómez | Sección: Religión
El Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, asienta en el capítulo dedicado a la “espiritualidad sacerdotal” que “la caridad pastoral constituye el principio interior y dinámico capaz de unificar la múltiples y diversas actividades del sacerdote y […] es instrumento indispensable para llevar a los hombres a la vida de la gracia. Plasmada con esta caridad, la actividad ministerial será manifestación de la caridad de Cristo, de la que el presbítero sabrá expresar actitudes y conductas hasta la donación total de sí mismo a la grey que le ha sido confiada” (n.43). Entre las actitudes y conductas propias de la caridad que llena el corazón del sacerdote está la comprensión con los errores de los demás y la disposición de ayudarles con los medios a su alcance para sacarlos de esa situación. Al hablar de errores, nos referimos indistintamente a conceptos equivocados o juicios falsos, a acciones desacertadas o equivocadas, o también a cosas hechas erradamente, y como puede entenderse, esos errores no necesariamente son ofensas a Dios: todo pecado es un error, pero no todo error es un pecado.
Al margen del ejercicio de la caridad pastoral misericordiosa que entraña la administración del Sacramento de la Penitencia como medio de expiación en la tarea de hacer notar sus errores a las almas, queremos centrarnos en la práctica de la “corrección fraterna”. Como todo en la vida de los cristianos, tiene origen evangélico. Mateo recoge el tema en el cap. 18 de su escrito, dentro de lo que los biblistas denominan “el discurso eclesiástico” o “sobre la vida en la Iglesia”, y lo hace a continuación de la brevísima parábola de la oveja perdida, recogiendo unas palabras claras y tajantes de Jesucristo: “Si tu hermano peca contra ti, vete y corrígele a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano” (v. 15).
Jesucristo nos ha querido como colaboradores suyos en su tarea salvadora, no solamente para que extendiéramos su Reino con celo vibrante, sino también para que lo mantuviéramos a través de esa ayuda misericordiosa a nuestro prójimo. La corrección fraterna es por eso un derecho y un deber; un deber del que no pueden excusarnos nuestros propios defectos, porque no corregimos en nombre propio sino por mandato de Dios y en su nombre. Y es un derecho que adquirimos con el bautismo, al incorporarnos a Cristo y convertirnos en miembros vivos de su Iglesia.
Los primeros cristianos entendieron y practicaron decididamente esta doctrina. San Pablo, cuando escribe a los fieles de Tesalónica, insiste en el carácter señaladamente fraternal de esta advertencia: “si alguno no obedece a lo que decimos en esta carta […] no le miren como a enemigo, sino corríjanle como a un hermano” (2 Tes 3,14s). En su Carta a los Gálatas señala que esta corrección ha de hacerse “in spiritu lenitatis” con dulzura (Gal 6,1), y no sólo para apartar del mal, sino también para mover a la virtud: “corrijan a los inquietos, animen a los pusilánimes, sostengan a los débiles, tengan paciencia con todos” (ibíd., v. 2)
La corrección fraterna es un modo eficacísimo de compartir los esfuerzos que implica la lucha por alcanzar la santidad, ayudando a nuestros hermanos en la fe con palabras de estímulo cuando lo necesiten. Y esta obligación de caridad recae particularmente en los ministros sagrados. “Hermanos, si alguno cae en un delito, ustedes, que son espirituales, amonéstenle con dulzura […] Lleven los unos las cargas de los otros, y así cumplirán la ley de Cristo” (Gal 6, 1s).
Del mismo modo, Santiago el Menor anima a los fieles a vivirla, recordándoles la recompensa de que se hacen merecedores: “si alguno de ustedes se desvía de la verdad y otro hace que vuelva a ella, debe saber que quien hace que el pecador se convierta de su extravío, salvará el alma de la muerte y cubrirá la muchedumbre de sus propios pecados” (Sant5, 19s.).
La corrección fraterna no es algo que pueda hacerse o dejarse de hacer. Es un mandato, una obligación de caridad, que manifiesta la finura de misericordia. Si por ley natural se ha de asistir al prójimo en sus necesidades espirituales y materiales, con cuánta mayor razón Cristo habría de proponernos esta asistencia como precepto: “en esto conocerán todos que son mis discípulos, si se aman los unos a los otros” (Jn 13, 35). El amor, si es verdadero, no puede encontrar barreras ni excusas. Intentar desligarse de ese lazo sería una deslealtad, una falta contra la fraternidad –con mayor razón si el hermano es sacerdote-, que puede incluso llegar a ser causa de pecado. Decía S. Bernardo que “callar, cuando puedes y debes reprender, es consentir; y sabemos que está reservada la misma pena para los que hacen el mal y para los que consienten” (Sermón de Navidad).
San Agustín dirigía palabras todavía más duras, para los que ven a un hermano en serio peligro y le niegan esa asistencia: “Si lo dejas estar, peor eres tú; él ha cometido un pecado, y con el pecado se ha herido a sí mismo; ¿no te importan las heridas de tu hermano? Le ves perecer o que ha perecido, ¿y te encoges de hombros? Peor eres tú callando que él faltando” (Sermón 82).
Además de ser un compromiso de caridad, “la corrección fraterna es obligación de justicia, pues si la falta de una persona es perjudicial para su autor, repercute también en otros, a los que pueden hacer daño o desedificar; en este caso, corregir al que faltó es un deber de justicia que viene exigido por el bien común” (cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Sum. Th. 2-2, q. 33, a. 1). Además, siempre que alguien tiene derecho a recibir la corrección, a ese derecho a ser ayudado, corresponde un deber en quien se ha comprometido a ayudar: “del mismo modo que quien debe dinero ha de buscar a su acreedor y pagarle a su tiempo; así el que tiene espiritualmente cuidado de alguno, debe buscarlo para corregirle del pecado” (ibíd.., a. 2 ad 4).
Ser Buen Pastor exige entrega y espíritu de servicio. Si el sacerdote se centra en sí mismo, en sus problemas y preocupaciones, se desentendería de los demás, dejaría de ser buen pastor de sus hermanos; y escucharía entonces aquel reproche del Señor: “Ustedes no alimentaron a las ovejas flacas, ni curaron a las enfermas; no vendaron a las heridas, ni reunieron a las descarriadas; no buscaron a las que se habían perdido”. Dios nos exigirá cuentas de esta obligación de cuidar a esos hermanos nuestros, porque las almas son suyas: “si el centinela, viendo llegar la espada hiere a alguno, este quedará preso en su propia iniquidad, pero yo demandaré su sangre al centinela” (Ezeq. 33, 2-4. 6).
La práctica de la corrección fraterna es fuente de santidad personal en cuanto que supone ejercitar muchas virtudes. En primer lugar, la caridad, porque es precisamente el cariño lo que mueve a hacer esas advertencias, “no buscando algo que reprender, sino lo que se ha de corregir” (S. AGUSTIN, ibíd.).
Ayuda también a practicar la humildad, tanto si se hace una corrección -sabiendo que también el que la hace puede estar en la misma situación-, como si se recibe, aceptando con auténtica gratitud esa observación que está guiada por el buen deseo de vernos siempre mejores en lo humano y más santos, más cerca de Dios. La corrección fraterna, informada por el sentido sobrenatural y por una profunda humildad, va necesariamente:
“acompañada de la oración, para que aproveche a quien es corregido. En efecto –comenta San Agustín-, cuando los hombres regresan al buen camino por causa de la corrección, ¿quién obra en sus corazones la salud sino Dios que da el incremento; sea quien sea el que plante; riegue o trabaje en los campos?”[1].
Se ejercita la prudencia, al examinar en la presencia de Dios lo que pudiera ser motivo de corrección fraterna, sin dejarse guiar por una apreciación primeriza y ligera. Y también porque ordinariamente se podría pedir consejo -un lugar muy adecuado sería la propia dirección espiritual- para actuar siempre con objetividad.
El amor que se tiene a los hermanos se hace fuerte con la corrección fraterna. El cariño no ciega de modo que no se vean los defectos de las personas con las que se convive; se tiene que vivir la fortaleza necesaria para hacerles esa observación oportuna, de modo que así el cariño, en vez de debilitarse, se fortalezca. Y también se pone en práctica la fortaleza para recibirla, aunque en ocasiones el amor propio impulse de plano a rechazarla o a buscar una justificación:
“A menudo ocurre que el hermano se entristece de momento cuando le reprenden, y se resiste y lucha en su interior. Pero luego reflexiona en silencio, sin otro testigo que Dios y su conciencia, y no teme disgustar a los hombres por haber sido corregido, sino que teme desagradar a Dios de no enmendarse. Y entonces ya no vuelve a hacer aquello por lo que le corrigieron, y cuanto más odia su pecado, más ama al hermano, por haber sido enemigo de su pecado”[2].
La corrección fraterna se debe orientar también a facilitar un mejoramiento en la formación humana; esas advertencias facilitan el desarraigo de defectos, manías o costumbres que desdicen de la condición de hijos de Dios, ni qué decir de la condición sacerdotal; son correcciones que tienden a volver a las personas más corteses y educadas.
En el trabajo apostólico y profesional, la corrección fraterna es una ayuda inestimable para dar mayor eficacia a nuestros logros personales, porque a veces el talante o el comportamiento puede ser un obstáculo. Las más de las veces serán puntos pequeños, aunque habituales, que conviene mejorar; pero no faltarán oportunidades de correcciones más hondas, que puedan provocar un cambio completo en un modo equivocado de ver o de actuar.
Asimismo, facilita el trato mutuo, haciéndolo más sobrenatural y, a la vez, más agradable, lleno de cordialidad. En la convivencia entre diversas personas, es lógico que alguna vez surjan pequeñas dificultades debidas a las diferencias de mentalidad o de costumbres; pero eso no puede ser nunca un punto de fricción, porque -en un lugar donde se practica es muestra de misericordia- se tiene la seguridad de que, respetando el modo de ser de cada uno, si hay algo objetivamente corregible, se hará notar con confianza y sencillez.
Por otra parte, y como una faceta particularmente importante, la corrección fraterna encauza el posible espíritu crítico, que lleva a juzgar -seguramente sin malicia, pero con poco sentido cristiano- el comportamiento de los demás. Igualmente, impide las murmuraciones, las bromas sobre defectos de los demás, las indirectas, roña que podría almacenarse en el alma del que no tuviera la preocupación de dar salida a lo que resulta molesto por el cauce ordinario y sobrenatural de la advertencia llena de afecto. Hemos de estar atentos para no desvirtuar su espíritu: es más fácil aludir con una indirecta a un defecto de otro que decírselo a solas, cara a cara, y con cariño.
Casi para concluir, vienen muy a propósito unas palabras sobre la fraternidad: la fraternidad que es fecunda en sus consecuencias prácticas, desde la ayuda mutua en el ministerio hasta la solicitud —discreta y eficaz— por todos los hermanos en el sacerdocio, especialmente por aquellos que, en un momento determinado, pueden experimentar alguna dificultad, sabiendo advertir a los demás, con una caridad noble y llena de delicadeza, que dice la verdad a la cara —corrección fraterna de honda raigambre evangélica—, todo aquello que pueda ayudarles a mejorar su vida y cumplir más eficazmente su misión.
Hemos de considerar que Dios, providente y misericordioso, quiere contar con cada uno de nosotros para que participemos muy activamente en la historia de la salvación a través de la práctica constante de la corrección fraterna:
“Naturalmente, esta gran obra de misericordia, ayudamos unos a otros para que cada uno pueda recuperar realmente su integridad, para que vuelva a funcionar como instrumento de Dios, exige mucha humildad y mucho amor. Sólo si viene de un corazón humilde, que no se pone por encima del otro, que no se cree mejor que el otro sino sólo humilde instrumento para ayudarse recíprocamente. Sólo si se siente esta profunda y verdadera humildad, si se siente que estas palabras vienen del amor común, del afecto colegial en el que queremos juntos servir a Dios, podemos ayudarnos en este sentido, con un gran acto de amor”[3].
Tal vez nos resulte muy difícil reconocer, con pena y dolor, que hubiéramos podido ayudar a alguno a mantenerse fiel a su camino, con todo el bien que de ello se habría desprendido, sí ese hermano nuestro hubiera podido contar con su hermano sacerdote que estuviera a su lado en momentos bien determinados.
Es necesario rescatar esta manifestación de misericordia espiritual que tiene el aroma de la vida de los primeros cristianos (2Cor 2,15), y lograr que se convierta en práctica común, primariamente entre los propios sacerdotes, pasando por encima de las dificultades y justificaciones que pudiera haber para no vivirla. Tal vez se trata de una meta de particular importancia a alcanzar en este tiempo que por providencia divina nos ha tocado vivir, para contribuir a santificar a la Iglesia y mostrar la hermosura de su rostro, a nuestros hermanos, de dentro y de fuera.




