¿Existe todavía el derecho de defensa en Chile?

Mario Correa Bascuñán | Sección: Religión, Sociedad

Hace unos días, una diligente ministra de la Corte de Apelaciones de Santiago, constituida como ministra en visita extraordinaria al juzgado que substancia la causa criminal contra el Padre Fernando Karadima, sorprendió a Chile entero al disponer y dirigir el allanamiento a la casa y a la oficina profesional del abogado Juan Pablo Bulnes, defensor en la causa canónica que se sigue contra el referido sacerdote, en busca de copia del expediente substanciado por la Iglesia, que concluyó con una categórica condena y una ejemplarizadora sanción.

Podría parecer sólo un exceso de celo de parte de la ministra; pero el asunto es mucho más grave, pues en realidad constituye un verdadero torpedo a la línea de flotación de la profesión de abogado, que tiene como uno de sus pilares el secreto profesional, que abarca lo que el abogado sabe, su despacho, sus documentos y todo lo necesario para la defensa de su representado en una causa civil o criminal, o para la defensa de los intereses de su cliente corporativo.

A mi juicio, la señora ministro se ha excedido en sus atribuciones, vulnerando diversas disposiciones legales y afectando claramente el derecho a defensa.

Analicemos la situación que se ha presentado.

En primer lugar, ¿qué es un secreto? Si consultamos el diccionario de la Real Academia Española, nos dirá que se trata de una cosa que cuidadosamente se tiene reservada y oculta; o, en una segunda acepción, reserva, sigilo; y en una tercera, conocimiento que exclusivamente alguien posee de la virtud o propiedades de una cosa o de un procedimiento útil en medicina o en otra ciencia, arte u oficio. Es el dominio de la verdad, conocido por unas pocas personas y desconocido del resto de la sociedad, existiendo la necesidad o conveniencia de que permanezca así. En suma, es el conocimiento de una verdad que, por su índole, por compromiso o por discreción, debe callarse.

El secreto admite una clasificación: Secreto natural, lo que, conocido por cualquier vía, no puede ser revelado sin causar perjuicio o disgusto a otra persona. Debe guardarse por ley natural, porque nuestra propia naturaleza humana nos manda hacer el bien y evitar el mal. Secreto prometido, en que luego de serle revelado a alguien, éste promete no darlo a conocer. Y secreto confiado, en que antes de revelarse, se exige promesa de no darlo a conocer. Estos dos últimos obligan, por lealtad a la promesa.

Y secreto profesional, es el deber que tienen los miembros de ciertas profesiones, como los médicos, los abogados, los notarios, etc., de no descubrir a terceros los hechos que han conocido en el ejercicio de su profesión.

En el caso de la profesión de abogado, la discreción es de su misma esencia, puesto que su secreto contribuye al bien común de la sociedad, que necesita satisfacer el orden público, la defensa de quien tiene que enfrentar un litigio y el decoro de la profesión; además, porque es necesaria para asegurar la intervención del abogado en la defensa de las partes, fundamental para el “debido proceso”; también porque asegura que las personas contraten abogados idóneos para su protección, por una parte, y por la otra, porque garantiza a los abogados la libertad y seguridad para atender los asuntos de sus clientes; y finalmente, por la necesidad de amparar los deberes morales en las actuaciones profesionales y en las relaciones humanas, en cuanto al respeto y al mantenimiento de la lealtad.

Este secreto profesional del abogado puede consistir en determinados hechos, documentos y circunstancias que le ha hecho saber su cliente; y comprende todo lo que el abogado ha podido ver, entender, comprender e inferir con ocasión del ejercicio de la profesión, es decir, el secreto natural, el confiado y el prometido.

Así lo establece el Código de Ética Profesional del Colegio de Abogados, que tiene fuerza de ley y que se aplica a todos los abogados, estén o no colegiados, en sus artículos 10, 11 y 12. En estas disposiciones, se establece que el secreto profesional es un derecho y un deber del abogado. Derecho ante los jueces, porque éstos no pueden obligarlo a revelar el secreto; y deber frente a su cliente, que perdura en lo absoluto, aun después que haya dejado de prestarle servicios. Sólo puede revelarlo cuando es indispensable para su propia defensa en juicio. Este derecho al secreto comprende tanto la inmunidad personal, porque los códigos de Procedimiento Civil y Penal y Procesal Penal lo relevan de su obligación de declarar en juicio, como la inmunidad de la oficina profesional, que lo libera de exhibir documentos, objetos y papeles que puedan servir para una investigación, de acuerdo con lo prescrito en el artículo 171 del Código de Procedimiento Penal.

Este Código tiene fuerza de ley y está vigente, respecto de todos los abogados de la república, porque fue dictado por el Consejo General del Colegio de Abogados, en virtud de la delegación que le hizo la Ley Orgánica del mismo Colegio, Ley Nº 4.909; y porque, al terminar la colegiación obligatoria y transformarse a los colegios profesionales en asociaciones gremiales, mediante el Decreto-Ley Nº 3621 de 1981, se le dieron facultades al Presidente de la República para dictar o modificar, dentro del término de seis meses, las normas que reglamentaban el ejercicio de las profesiones correspondientes a la ética profesional; y éste optó por no ejercerlas.

Ahora bien, el secreto profesional del abogado ampara a todo abogado en ejercicio, independientemente de si es o no patrocinante o apoderado de la persona que le ha hecho confidencias o le ha entregado antecedentes, pues comienza en el momento en que se plantea el asunto y no termina jamás, ya que la primera decisión del abogado es si atiende o no el asunto, a la luz de los antecedentes que se le proporcionan, los que obviamente están cubiertos por el secreto y no podría ser de otra manera.

Por otra parte, el artículo 19 Nº 3 de la Constitución Política, establece que toda persona tiene derecho a defensa jurídica en la forma que la ley señale y ninguna autoridad o individuo podrá impedir, restringir o perturbar la debida intervención del letrado si hubiere sido requerida. No cabe duda de que la actuación de la ministra referida ha violado la norma transcrita y, además, la del Nº 4 del mismo artículo 19, que protege el derecho a la intimidad, expresado como el respeto y protección a la vida privada y a la honra de la persona y su familia, pues las confidencias del cliente se encuentran dentro de esta protección constitucional.

Por último, cabe destacar que la violación del secreto profesional constituye delito, sancionado en el Código Penal, en los artículos 231 y 247.

Así las cosas, cualquier persona puede comprender la gravedad de la actuación de la ministra en cuestión, pues ha atentado gravemente contra el derecho a defensa de una persona cuya eventual participación en la comisión de un delito se investiga.

Si este fuera el modus operandi de todos los tribunales del país o si no se sanciona la conducta de esta ministra, por parte de la Corte Suprema, cohonestando su actuación, querría decir que ningún abogado podría recibir confidencias de un cliente, ni investigar sus actuaciones, ni procurarse documentos y antecedentes de la causa que le ha sido confiada, pues estaría exponiendo a su cliente a quedar indefenso, a merced del tribunal.

Como si lo anterior fuera poco, los documentos que la ministra incautó, corresponden a un juicio canónico, de un tribunal eclesiástico constituido en Roma, dentro del territorio de un estado soberano con el cual Chile tiene relaciones diplomáticas, de manera que, además, se puede estar formando un conflicto internacional. La tradicional prudencia de la Santa Sede no ha dejado trascender su molestia, al menos por los medios de comunicación. Pero, además, los juicios canónicos están cubiertos por el secreto o sigilo, lo que permite que se proporcionen al tribunal documentos o testimonios que no se habrían dado a conocer si se supiera que van a ser conocidos por terceros o van a dar motivo para que a quienes los emiten los lleven a declarar a un tribunal ordinario. Me refiero a la posibilidad de que haya víctimas que han optado por no denunciar delitos de que han sido objeto, por diversas consideraciones; pero que sí han querido, amparados por el secreto canónico, poner los antecedentes del tribunal eclesiástico, para que se sancione en ese ámbito a su autor.

Llama la atención, eso sí, que los abogados que han criticado la actuación de la ministra, lo hayan hecho con poca convicción; que haya abogados que han defendido el actuar del tribunal; y que varios abogados que otrora defendían con vehemencia estos principios, cuando se intentaron conductas similares, hoy justifican a la ministra.

Lo anterior lleva a sospechar que estamos presenciando el establecimiento de una nueva casta de parias de la sociedad, sin derecho a defensa (de otra ya he escrito en artículos anteriores): los sacerdotes.

No pretendo justificar ni amparar conductas ilícitas del sacerdote procesado. Si cometió delitos y éstos no están prescritos, debe ser condenado; pero como cualquier ciudadano tiene derecho a defensa. Mucho me temo que prontamente, en este y otros casos en que se esté procesado un clérigo católico, se opine que sus delitos son imprescriptibles, se los condene por presunciones o porque “no podía no haber sabido” de la comisión de delitos por otros religiosos.

Así, paso a paso, se está transformando en letra muerta el debido proceso y se está vulnerando categóricamente la igualdad ante la ley, mientras unas “discriminaciones positivas”, crean grupos de privilegiados, cuyos delitos se tipifican de diversa manera y respecto de los cuales hay legislación que no se aplica, como aquella que condena el terrorismo.

Urge, entonces que los Tribunales Superiores de Justicia pongan pronto atajo a este tipo de actuaciones, que crean sensación de impotencia e injusticia y que dificultan y hasta degradan el ejercicio de la noble profesión de abogado.