Los nuevos autoritarismos

Jaime Rodríguez-Arana | Sección: Política, Sociedad

No es ningún secreto que el funcionamiento real de muchas democracias occidentales dista un tanto de aquellos principios de separación de poderes, de primacía de la ley, y de reconocimiento de los derechos individuales que terminaron con una manera autoritaria, subjetiva y profundamente injusta de ejercer el poder. El hecho de que la letra de las Constituciones cante las excelencias de la libertad solidaria, de la participación ciudadana o, por ejemplo, de la libertad de prensa, no garantiza su efectividad y cumplimiento en la cotidianeidad. Es menester, bien lo sabemos, que esos principios, esos criterios o parámetros que configuran el acervo cívico de la democracia han de encarnarse en la vida de las instituciones y en la vida de los ciudadanos. De lo contrario, podría resultar que esas bellas construcciones liberales y solidarias que con tanta ilusión esculpieron los defensores de la democracia no fueran más que bellas palabras sin vida.

¿Es posible, por tanto, vivir en un sistema formalmente democrático y materialmente autoritario? Si, claro que es posible. Probablemente hasta existan casos en el panorama comparado, y nosotros sin enterarnos. Se trataría de sistemas en los que no falta de nada en lo que se refiere a garantías formales, pero en los que, por ejemplo, las cúpulas de los partidos manejaran a su antojo los ascensos en el poder judicial, las listas de diputados, los cargos institucionales o los miembros de los organismos reguladores. Si así ocurriera, habría que bautizar esa situación, dónde se diera, de confusión de poderes y, en lugar de Estado de Derecho, Estado de partidos.

Otro rasgo de los nuevos autoritarismos podríamos encontrarlo en los Gobiernos que, en lugar de centrar su política en la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos, se dedican a abrir heridas, por ejemplo resucitando aspectos del pasado con el fin de dividir a la sociedad. Sería prototípico de esta manera de entender el poder, imponer un sistema de dictadura de las minorías, con cuyo concurso, poco a poco, se fuera laminando o condenando a las tinieblas exteriores a la gente normal, a las personas corrientes y molientes. Esto se consigue a través, por ejemplo, de destruir el temple cívico que reside en las llamadas solidaridades primarias: familia y matrimonio entre ellas. De esta manera, se va impidiendo que los valores humanos prendan, mientras se jalean y promueven las más disparatadas expresiones del pensamiento único.

Sí, en los nuevos autoritarismos prima el pensamiento único. Los intelectuales desaparecen para convertirse, los más, en presentadores de eventos, en miembros de jurados dotados de pingües dietas o, en férreos defensores de la posición oficial por el módico precio de un buen puñado de euros. Se instalan modas de pensar, de decir, expresiones que llegan de los centros de poder. Ya no escandaliza que algunos organismos públicos censuren lo incorrecto porque es que la verdad es una y hay que defenderla de esta caterva de ignorantes y payasos. Empieza a ser frecuente que el poder pierda su condición de instrumento para trabajar por el bienestar de la ciudadanía y se convierta en ocasión para excluir, cuándo no en fuente de enriquecimiento o en ejercicio de manipulación. Incluso aparecen, bajo el paraguas de Ente público, órganos administrativos con capacidad para sancionar a medios de comunicación.

Suele acontecer que en los nuevos autoritarismos se instala una suerte de pensamiento ideologizado para el que sólo hay buenos y malos. Los buenos, como están en el poder, se ven en la imperiosa necesidad de salvar a la humanidad de los malos. En estos casos, se reparten diariamente certificados de buena conducta democrática a los amigos y, a los enemigos, aunque sean millones y protesten en la calle, ni pan ni agua mientras no practiquen la nueva religión oficial, mientras no entren por ese carril único que tanto gusta a estos gobernantes.

Las Normas jurídicas, Constituciones o simples leyes, no son más que instrumentos al servicio del poder. Si permiten que se cumplan los objetivos y fines del que manda, muy bien. Si no fuera así, no pasaría nada porque entonces dejarían de obligar puesto que la fuente del derecho ya no es la Ley, hasta ahí podríamos llegar, sino el deseo del jefe. Claro, la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley, dicen los nuevos profetas de estas políticas, está inscrita en la bondad de la finalidad de la acción de los Ejecutivos que así actuaran. Y si no queda más remedio, se afirma el principio, se incumple y, no solo no ocurre nada, sino que es un perfecto y congruente ejercicio de las nuevas políticas.

La participación es imposible. En todo caso, se organiza desde el vértice cuándo hace falta. Cómo va a participar en los asuntos públicos la gente, si no está preparada, si no tiene criterio. Los que saben, los que están en condiciones de preocuparse por el interés general son los especialistas. Los que manejan lo público, los que deciden quien, como y cuándo tiene el privilegio de ser invitado al debate público. Los enemigos de las nuevas políticas, no son dignos de ser convocados ni de abrir la boca. Claro, en este ambiente, no puede ser más que perjudicial para el interés general consultar con el pueblo las principales decisiones relativas al modelo social, político o territorial del país.

En fin, que los nuevos autoritarismos puede ser que no estén tan lejos de nosotros como pensamos. No están solo en los regímenes árabes del Norte de África o en ciertas dictaduras bien conocidas. Están cerca, muy cerca, demasiado cerca, y nosotros, sin darnos cuenta.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por Análisis Digital, www.analisisdigtal.com.