La idolatría de los acuerdos

Max Silva Abbott | Sección: Sociedad

Puesto que vivimos en una sociedad en la cual muchos abogan por un politeísmo valórico absoluto, los acuerdos vendrían a ser la gran tabla de salvación para lograr pautas de conducta comunes, al menos en lo que se refiere a las relaciones con los demás.

De esta manera, los acuerdos adquirirían plena carta de ciudadanía para transformar nuestras vidas, en una constante adaptación y ajuste a las circunstancias del momento –muchas veces dictaminadas quién sabe por quién–, dándose así más importancia al procedimiento empleado para llegar a dichos resultados, que a los resultados mismos.

Ahora bien, dadas así las cosas, ¿es lo anterior correcto? La pregunta puede parecer fuera de lugar, e incluso blasfema para los cánones actuales, fruto de esta verdadera idolatría de los acuerdos que estamos comentando. Sin embargo, si de verdad no se tienen dogmas, como muchos aseguran hoy, tal pregunta no debiera siquiera incomodar. Por tanto, y dicho de otra manera: ¿el acuerdo lo legitima todo? Una buena técnica para intentar responder lo anterior es llevar este argumento al absurdo.

De esta forma, ¿qué diría un furibundo partidario de los acuerdos si se le dijera que mediante un pacto, incluso alcanzado por unanimidad, se ha consensuado en eliminar a todos los cetáceos de los mares por las razones valóricas que sean? En una época tan preocupada por la ecología como la nuestra, hasta el más tolerante reaccionaría indignado ante un acuerdo semejante, y con razón. Se argumentaría que tal pacto no es razonable, que hay que tener en cuenta los equilibrios de la naturaleza, pensar en el mundo que queremos legarle a las generaciones futuras, y un largo etcétera.

El anterior ejemplo, claramente absurdo, tiene por objeto mostrar que los acuerdos, si bien necesarios, e incluso indispensables para una multitud de aspectos de la vida humana, no son, sin embargo, absolutos. Y no lo son, porque ellos deben basarse en la realidad, en lo que las cosas son, puesto que no poseen el poder de crearla. A lo sumo, pueden intentar evadirla, pretender que dicha realidad no existe; mas, tarde o temprano, tal como ocurre con la ecología (de ahí el ejemplo elegido), la propia realidad se encarga de mostrarnos sus reglas, generalmente de manera amarga.

En consecuencia, los acuerdos, para que sean realmente razonables y beneficiosos a la postre, deben tener en cuenta la realidad, tanto del mundo como del propio hombre, porque como señalaba hace poco Andrés Ollero, “donde no hay verdad la opinión pierde todo sentido”. En caso contrario, estaremos construyendo algo en el aire, dando origen a una entelequia, que por mucha apariencia de realidad que tenga o pretenda dársele –incluso por la fuerza–, al final terminará estrellándose contra los duros hechos…, probablemente con costos muy altos.